El gesto indeciso del portero, mientras afuera hacen hilera hombres en abrigo, mujeres en abrigo, manchados de cal, promiscuamente ordenados por sus rostros, esperando la llegada de sacos de alimento que resuelvan un largo invierno del polvo en las entrañas. Gris de utilería. Ciudad de teatro. Caracas/Madrid y regreso. Teatro de la puerta estrecha. Final de Partida. Opera de los dos centavos. Jardín de los Cerezos. Dramo. Café de los tulipanes en Chacao. Falsa Europa y una fila de hombres frente al teatro de los estómagos, y las puntas de los dedos secos por la guerra de los días. Abrigos gruesos, llenos a reventar de repuestos para teclas, que al llegar se deshacen en esta habitación de cancelas de aluminio y santamarías a medio abrir, indecisamente abiertas a la calle. Todo el gris entra, plomo de teclas, y es la inminencia de un himno mudo, por la ciudad y los estómagos, por el papel (pulpa o píxel, atento a los dedos) y su infinito resplandor de nada.
Por el borde del balcón, el sonido de una Olivetti aceitada que nada por el viento. El desvelo del adolecente en insensatos ejercicios de mecanografía oficinesca, Educación para el Trabajo, o en melancólicos e interminables trabajos escolares sobre geografía o Educación Física. Es torpe el sonido de la Olivetti. Y muere apenas unos pocos metros después de esta ventana de celosías estrechas, clausuradas al monóxido de los garajes y playas de parqueo.
El aire está convertido en pegoste brilloso sobre las cancelas del tórax. Consumo mi dieta frugal, parado sobre el aire, o echando raíces sobre el tiempo que me excede. Hay una puerta abierta en mi ojo que conjuro con la mecanicidad tipográfica de obsesivas combinaciones, exhaustas. Un niño espiando desde el marco de una puerta pasada la declara o la revienta. Desde alguna habitación de clausura y descubrimiento temeroso, mis dedos tocan en las teclas puntiagudas, violencias hacia dentro en la memoria; que se raja como una cabra en sacrificio sobre un suelo caliente y árido, o sobre un tarantín de palos en algún camino de Jadacaquiva por el centro pleno de una península polvorienta. Una caravana de motores calientes atraviesa el polvo de Paraguaná de Lara en la memoria.
Automóviles detenidos hablan su termodinámica en coma por la autopista: pulpo, araña, escorpión, sumidero, guaire, llave de paso Capital. (El techo carnoso de un pulido carro que acelera en la pantalla y al segundo se detiene, imposible). Bord(e)ada de cauchos va siempre mi estadía en los suburbios. En la esquina, grasa de luna de un cuerpo partido de perro: olor que no se olvida. Se escuchan tacones descabezando un zippo por las escaleras. Una mano asegura la gaceta hípica en el bolsillo rápido por las escaleras hacia el vagón. Y dos hombres se cruzan en las escaleras, chocan los hombros con su rabia sin ni siquiera mirarse ni hablar, abstraídos en una meta imprecisa, convertida en glúteos que proliferan. La falda roja. Un buen culo bien puesto en un bluyín. Agua mineral, pornografía de quiosco, bolsa de papel estrujada, cuellos preparados, aguakina. El olor morboso del cuarto de un tío alcohólico. Las alfombras rojas, que enloquecen minuto a minuto los ojos que nos las miran. La ceguera adaptativa de los olores, trazando topografías incomprensibles en la miseria del mapa. Dedos sucios hundiéndose en cera, hundiéndose en helado, en grasa para cocinar jabón. Vengo siempre de lejos. Escribo las maquetas de un río en cuyas horas (¿orillas?) no descanso. Publico y leo maquetas de un río.
Escribo palabras en una república de aire fundada de peste. La palabra —manos sobre hombros desnudos. La palabra —manos sobre telas imprecisas. La palabra —lenguas sobre pared fría. Me levanto y camino: Agua alzada: Cocadas en trapecio: Escamas de pescado cayendo en plena vía: Jugo de naranja en hilillos secándose bajo el sol de la calle. Todo junto y, abajo, el brillo del carite sobre asfalto. Lhasa de Sela que suena en el repro de la cocina, mientras repollos morados sueltan sus jugos en el sartén. El aire festivo, el aire estancado de domingo en domingo, el calor de agosto y el permanente estruendo motor de la Urbina, extático tras una corta barrera de árboles y brocal levantado.
Desayunos de madrugada. Fanáticos tecleos. Ciudadanía de teclas ejercida sin pausa. Ejército de cuerpos desnudos a las puertas del hambre, a las puertas estrechas de la ciudadanía de ropas cortas, rotas. La necesidad. Pensamientos lerdos de madrugada: hierve en una olla la palabra huevo. Hace burbujas de agua casi seca sobre la pequeña olla. Cae la palabra huevo en el sedimento calcinado, blanco sobre el aluminio, como un sudor de agua ida, láminas de hambre alineadas pulcramente. Huevos cocidos para el desayuno, y pan. Horas del desayuno: personas que trotan de madrugada en mis c(s)ienes: una palabra doble que se convierte de repente en secuencia interminable, serial. El vestuario en punto sobre la cama desordenada. La higiene: el mensaje de los músculos en partida. El loro que repite desde su ventana piropos aprendidos de lejos en el taller mecánico de la avenida Victoria. La palabra agua. La palabra cal. La palabra suelo. La palabra masa corporal. La palabra carrito, camionetica, cafecito. El ritual de lo que despierta y siempre es lerdo, insistente, necesario. Un poema de Vallejo recitado a media voz sobre la cama, inaudible tras los muros. Muelen los huesos de un perro en el callejón. Mueve la cola un perro. Aparecen los remos de la cruz sobre la pared blanca. Los golpes de Dios son mi par de ojos bizcos plantados sobre la hiperabundancia del tarantín urbano. Puntual, a pie siempre, desde la Urbina hasta Petare, entre las venas congeladas de la tranca con mi suela. Puntual. Con prisa. En el gentío.
En mi suela, un microcirujano mutila lacrimales inútiles. La comarca de las anulaciones está servida; como ración; sobre el polietileno. 230 puertas abiertas se combinan en el tiempo para el desperezamiento. El pasillo desteñido de rombos. Papel tapiz de niños montañeses del Tirol. Papel tapiz de cascadas en la sala de espera de la odontóloga de la cuadra. Papel tapiz que arranco entre dientes de sueño. Doy saltos en el tiempo que se raja como el avión entre las nubes raja la presencia de lo celeste y de lo inmenso. Doy saltos de turbina y aspa de abanico, perdón, de ventilador. La enfermedad buscada de la memoria. Alguien de cortos años tras la puerta se masturba con hielo, y tras la pantalla, en los píxeles, un mar de polvo nieva hacia las sábanas. Lo llaman espera. Lo llaman ociosidad. Lo llaman lascivia prematura. Quizá sea la mendicidad violenta que siempre ejercemos sobre nuestros cuerpos. Un ser alegórico que se da la mano todos los días con su amigo, el morbo intangible. Viene la costra invisible por el cerebro de las calles atravesadas de mentes. Unos viejos juegan ajedrez en Sabana Grande. Alguna gente busca municiones que se le terminaron.
Tecleo, mientras nos aglomeramos en hervideros estáticos, violentos, ociosos, inmóviles. Tecleo un poco más. Soy ciudadano de teclas, y me escondo de la calle a ratos, pero no puedo. Fundo plomo / de abrigos / de inviernos ausentes / de hombres en fila / de teatros estrechos / en áticos de vida. El minutero está rojo-inerte en la resonante dimensión telúrica del cuerpo dormido mientras yo estoy despierto. Siempre hay un cuerpo dormido, o roto y despierto, en esta palabra que escribe y que despierta al filo de la frase con ganas de ayuno. Suena la palabra alba. Suena fuerte; como un silbido, como un pedo, como el arranque reparado por el abuelo Miguel o la libación de la gasolina de su boca al carburador abierto / quemadera celeste, como un mechero negro abierto al cielo. Suena la palabra alba como un pedo. Me despierta y voy por el desayuno. Decapito entonces la noche, con las noticias del día, y luego de gastar mis teclas una vez más, me visto, como que jode, preparo mis ojos bizcos, envidia de lo omnipresente, y salgo a la calle.