Una de las constantes más vistosas, en gran parte de los adultos jóvenes venezolanos de clase media, es el desarraigo que dicen sentir hacia su tierra. Los que no se han ido todavía están considerando la posibilidad, si no es que ya tomaron la decisión de emigrar. Es común leer en las redes sociales manifestaciones de inconformidad y de rechazo hacia lo nacional, deconstrucciones de los atractivos que se venden como hitos de la venezolanidad, buscando su ridiculización: ¿que tenemos las mejores playas? Sí, y un cerro de basura en ellas; ¿El Ávila? Sube a ver si no te roban; ¿la amabilidad del venezolano? Claro, sobre todo en el metro en horas punta. Y así hay decenas de ejemplos.
Con mucho pesar debo admitir que, aunque me duele, esa manera de pensar está plenamente justificada. El país hoy en día no les ofrece mucho, por no decir nada: por más estudios que realicen, por más títulos que acumulen, la oferta de trabajo es ínfima, así como las remuneraciones. Una pareja joven se casa: lo natural es que consiguiera un apartamento en una zona de clase media, con un cánon de arrendamiento que le fuera sencillo de pagar con el sueldo de ambos; con el tiempo, ir ahorrando lo suficiente para alcanzar la suma necesaria para la cuota inicial de una vivienda, y pagarla en unos 15 o 20 años. Como lo hicimos nosotros, a quienes nos tocó la suerte de vivir esa etapa hace unos 30. A bajarse de la nube: si acaso pueden pagar una habitación con derecho a baño en alguna zona céntrica de Caracas, o un miniapartamento ya sea en los altos mirandinos o en el eje Guarenas-Guatire. Con todos los inconvenientes que eso acarrea, puesto que el trabajo por lo general se consigue en el casco urbano. Otra posibilidad que tienen es vivir arrimados en casa de los padres. Es sintomático el crecimiento vertical de las casas en las zonas residenciales; a todas les construyen un piso o dos adicionales, para darle techo a los hijos.
¿Y cómo se divierten? Los menos osados hace rato que dejaron de frecuentar locales nocturnos: las salidas son si acaso al cine, a tomarse unas birras en El Leon o El Naturista, pero hasta temprano, y después caer en casa de alguno de la partida para amanecer e irse con la luz del sol. La inseguridad es uno de los principales disparadores de las ganas de marcharse. Uno, como padre, vive con el corazón en la boca siempre. El tema de los secuestros express es una espada de Damocles en la cabeza de cada uno de nosotros, sin importar la posición social. Los hampones se antojan de cualquiera, y el día que te toque verás como pares los 30, 40, 50 palos que te pedirán como rescate.
Así que el gran plan que se urde en la mente de los jóvenes, al llegar a su veintena, es irse de Venezuela. Saben de antemano que no van a trabajar en la profesión que escogieron,a menos que tengan un golpe de suerte, pero no les importa mucho. Venden todos los activos que pudieron acumular en su corta vida, cambian los bolívares conseguidos en moneda dura, compran el pasaje de ida, y se marchan. Se van a agarrar cualquier cosa, cualquier empleo que les permita pagar el alquiler y la comida. Y lo consiguen, por lo general. Así van radicándose en España, Inglaterra, Italia (los que cuentan con la doble nacionalidad por sus padres), o Estados Unidos, Colombia, Chile, Costa Rica. Los más aventureros se van a Australia o a Canadá.
Pero algo hay que reconocerles: los ves en las redes sociales interesados por la situación del país, votan, van a marchas allá donde viven. Están bien enterados de lo que sucede en el país, y tienen opiniones fuertes. A pesar del supuesto rencor que parecieran albergar hacia Venezuela, en el fondo sí tienen algún tipo de sentimiento por lo que dejaron atrás. Por lo general dicen que es por su familia, pero yo creo que hay algo más: tal vez, el despecho de no haber podido vivir una vida normal en la tierra que les correspondía por derecho.