Poco a poco los propósitos que nos habíamos trazado Helga y yo al diseñar nuestro nuevo proyecto de vida fueron materializándose, y el local comenzó a ser centro importante de reunión y referencia para toda la fauna que giraba alrededor de la cultura, y cierta farándula que buscaba reconocimiento del otro lado, esos escritores de telenovelas quienes tenían la conciencia sucia por haberse dejado comprar por la industria televisiva y ahora quería lograr una suerte de redención. El clima en la tienda era bastante relajado y bohemio; cada tanto organizábamos conferencias, bautizos de libros y ese tipo de cosas que hacen que la gente se aproxime al hecho cultural, amén de las exposiciones de pintura que tratábamos de renovar cada mes. El balance de los primeros meses fue positivo: aunque todavía no habíamos alcanzado el punto de equilibrio, la facturación no era para nada despreciable, y las proyecciones indicaban que a la vuelta de un año ya estaríamos ganando dinero.
Mis empleados pronto lograron convertirse en un equipo eficiente: dado que no competían entre ellos, más bien se complementaban. Muchas veces los clientes se llevaban un combo libro-disco, diseñado por las mentes bien estructuradas de Héctor y Juan Carlos; habían logrado una simbiosis sorprendente, y gracias a las largas charlas que sostenían en los tiempos muertos, iban aprendiendo sobre ese hilo que une a la música con la literatura. Como si de un maridaje comida-vino se tratara, aconsejaban a los parroquianos cuál disco le venía bien a determinado libro y viceversa; casi siempre la atinaban, pues los clientes regresaban a la vuelta de quince o veinte días a buscar otra combinación. Otra cualidad que tenían era la extrema honestidad; gracias a ello, no tuve que eximirme de acompañar a Helga en sus visitas de control al obstetra.
Todo padre lo sabe, y ya es una especie de cliché; la primera audición de los latidos del bebé es un momento de quiebre, el que nos da conciencia de que hay un ser dentro de ese vientre y es nuestro hijo. No fue diferente para nosotros, y sentimos la emoción indescriptible que siente toda pareja bien compenetrada al experimentar el momento de confirmación palpable de la maternidad. Antes de eso es algo intangible; los primeros meses de embarazo, salvo las molestias que sienten algunas madres, no hay modificaciones sustanciales que den pistas sobre lo que está ocurriendo dentro de ellas; pero cuando por fin escuchamos la vida que se está gestando allí ya no nos queda duda alguna. Esas visitas periódicas al doctor eran una rutina que asumíamos con cierta preocupación, normal en padres primerizos, pero también con profunda alegría ya que era cuando constatábamos que todo marchaba bien. En esos tiempos no estaban todavía popularizados los ecosonogramas, y los aparatos existentes eran escasos, caros y de una resolución de imágenes bastante desilusionante; sin embargo quisimos ver como era nuestro hijo, y concertamos una cita en un centro especializado, recomendado por nuestro doctor. Todavía tengo la foto guardada; siempre me pareció algo totalmente abstracto, nunca entendí nada de lo que estaba allí. Han podido decirme que se trataba de alguna constelación y me lo hubiera creído. Sin embargo Helga sí veía claro todo: la nariz, los bracitos, las piernas. Yo asentía para no quedar como un ignorante, pero la verdad es que no veía nada de lo que me indicaban.
Byron contemplaba el proceso de gestación de nuestro hijo con cierta distancia y respeto: parecía intuir que algo esta desarrollándose, y trataba con una delicadeza extrema a Helga; ya no la correteaba como solía hacerlo, sino que la acompañaba y se echaba a sus pies cuando reposaba en la mecedora del patio, a contemplar el paisaje siempre cambiante de la montaña enorme que teníamos delante. Los últimos meses ya comenzaban a pesarle a mi esposa; su vientre estaba abultado y le dolía mucho la cintura, por lo que esos momentos de descanso eran cada vez más necesarios. Cada vez que tenía oportunidad la acompañaba, y pasábamos horas allí, tomando un té, leyendo un libro, o charlando del día a día y de la gran emoción que sentíamos por lo que ya era inminente.
Por supuesto hicimos el curso de parto psicoprofiláctico, que estaba muy en boga por esos días; allí compartimos nuestras experiencias de primerizos con varias parejas que estaban en nuestra misma situación, gente de la más variada composición social. La facilitadora del curso era una señora muy simpática, y en realidad disfrutamos mucho de esas sesiones; ya éramos expertos (en teoría) y sabíamos cómo lidiar con contracciones, dolores y todo o que está alrededor del parto. Una cosa muy simpática que nos recomendó la señora fue el inculcarle la música desde el vientre; para ello hicimos un artilugio con dos embudos y un pedazo de manguera. Uno de los embudos se colocaba contra el vientre de la madre, y el otro se acercaba al altavoz del equipo de sonido. Y ciertamente había reacción del bebé cuando utilizábamos el aparato: servía tanto de pacificador como de alborotador, dependiendo del estilo musical que escogiéramos.
Cuando estábamos cerca de las cuarenta semanas, tomé la decisión de no dejar sola a Helga ni por un instante; tal vez pudiera parecer exagerado, pero me angustiaba saber que en cualquier momento pudiera romper fuentes estando yo a kilómetros de distancia. Así que conversé con mis muchachos, les dejé saber la gran confianza que había depositado en ellos y más tranquilo me instalé en la casa, nada más a esperar el momento en el cual conduciría a Helga al hospital.
La vanidad humana es ridícula: tantas precauciones destinadas a tener control sobre la situación resultaron ser inútiles e innecesarias. El parto de Helga fue extraordinario por lo rápido e inesperado. Estaba en la cocina, preparando algo de comer, cuando sentí que me llamaba. Fui al cuarto, y vi que la cama estaba toda empapada: había roto fuentes. Cuando le dije que se vistiera para ir a la clínica, me dijo sonriendo que no hacía falta: estaba en plena labor de parto. Me puse como loco, no sabía qué hacer, pero ella fue más serena: me dijo que llamara al médico y que pusiera a hervir unas sábanas, para envolver al niño cuando naciera. Hice lo que me indicó; afortunadamente el médico pudo acercarse en corto tiempo, acompañado de su enfermera de confianza, y en esas precarias condiciones atendió el parto de mi primogénita: Helga había dado a luz a una preciosa hembrita.