El país sin papel toilette…

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O crónicas desesperadas y desfragmentadas sobre éstos catorce años.
Se intercalan los hechos del país, con anécdotas y metáforas de la vida.

Voto desde que tengo edad para votar, contando desde los diecieocho, no sé ya en cuantas votaciones he sufragado, aquí se vota por todo, aunque nunca se gane, o si se gana no se reconozca, en fin, no es el tema a tratar aquí… Cabe destacar, que aunque a lo largo de éstos catorce años, no ha faltado el papel toilette, la escasez siempre hubo, como dirían en mi casa: «escasez de mente, escasez de cacúmen es lo que tiene Usted».

Aquí ha escaseado especialmente lo bueno, al menos en lo que yo he visto, y no, no es por menospreciar lo bueno, que a todo lo bueno, le saco fotos, que le escribo poemas a cada segundo feliz, y a lo feo, puedo hasta verlo bello, me reto; pero es que aquí escasea la virtud, y si no escasea creo que los dueños la acaparan, no dejan que se les vea nunca lo bueno, esa ha sido mi experiencia en la vida, en la vida aquí, en la vida de la escasez.

Éste gobierno (o el anterior, ¿no es que era el mismo?) arribó el poder cuando yo estaba en quinto grado de primaria, yo tendría nueve o diez años, recuerdo a mi abuela toda esa navidad llorando, el día del 98′ en el que se anunciasen los resultados: se encerró en su cuarto a llorar, ¡si! «¡la guerra!» -ella decía- «¡la guerra! ¡cuántos muertos! ¿cómo votan por un golpista?» -repetía frenética en su sollozo bajito- y es que le decían: «que no es el fin de mundo ¡cálmese!», y ella apagó las luces, mientras nos gritaba «¡váyanse, váyanse, que Ustedes no entienden!»; yo sólo miraba, con mis ojos de niño, desesperado pero tranquilo, si, vaya mezclas que se hacen cuando uno no sabe, no entiende, y lo peor: nadie le explica, la cuestión es que ella si entendía, vaya que entendía.

Esa noche no dormí, por esa época, aunque no por ese hecho, si lo pienso bien, creo que por ninguno en particular, o por todos a la vez, empezarían mis desórdenes de sueño, que hasta el día de hoy cargo, y me la pasé pensando esa noche: «¿pero por qué llorará mi abuela? si a mi no me entiende nadie, y por eso la guerra no viene», muchacho bobo al fin, que piensa mucho, se devana la cabeza, y no se dá cuenta de nada…

En la casa los demás no le prestaban atención, yo se la prestaba, pero no sabía que decir, ella nos decía con sus aires apocalípticos: «Aquí sólo se vá a poder comer lo que haya, ya van a ver»… Y bueno, vino el paro, vino la debacle a la familia, la escasez nos golpeó, y fuimos una familia más de éste país, nada nos salvaba, pero sabíamos que nos ahogábamos todos, entonces seguíamos cantando, pero eso si volvía todo a estar fresquesito y con variedad en época electoral, hasta que la gente se acostumbró, a que cuando hubiese algo, no hubiese lo otro, y que si había todo, la plata no alcanzase, pero eso era de siempre, el pobre siempre sobrevivió, y entonces nunca se dió cuenta que las arenas movedizas de éste régimen y de la misma indiferencia alegre nos estaban sumiendo en algo peor.

Eramos burgueses, clasistas, y de paso «medio inmigrantes», si, burgueses, una abuela que de pequeña iba con su familia religiosamente con bolsas de yute «de compra» a los mercados después que ya todos se iban, entonces ahí estaban, iban a recoger las frutas y las verduras que quedaban tiradas en el mercado después que culminaba el día, y también las que estaban en las bolsas y en los mesones, inmigrantes y clasistas somos, en el barro nos forjamos y ahora éramos el enemigo de los pobres, y de los ricos: también.

Pero bueno, escasez va, escasez viene, me tomo la escasez con tranquilidad, que haya poco no quiere decir que no haya nada, yo, aunque nunca fuí de fácil comer, montón de alergias, y montón de ideas raras sobre la comida, viví despreocupado, no podía decir que en mi vida propia, pero a la escasez siempre le busqué arreglo, siempre hubo sustituto, nunca me morí de hambre, nunca me preocupé cuando no había leche, ni cuando no había harina, ni cuando no había pollo, ni cuando no hubo café, ni cuando no había azúcar, ni cuando no había aceite, se comerá otra cosa, mi mundo estaba bien, yo seguía riéndome…

Ya por los catorce años comencé a fumar, hubo una época cuando tenía como dieciséis, en la que no había Marlboro; pero bueno, volvieron, y me seguí mintiendo, con mis varillas de cáncer encendidas, con mis tonterías, con mi desesperación que era más grande que toda la escasez del país, que todos los muertos que no lloré, que la tragedia que cundía bajo el piso, en los hospitales, en las cárceles, en los barrios, en los niños que no tienen madre, en los seres extraordinarios que llaman locos que van por la calle y son invisibles.

Se me vino el mundo encima un par de veces y yo aplasté al mundo, aunque no hizo efecto, bonos que no pagaron, más malandros en las calles, pero me acostumbré, seguí agazapándome en mi mundo absurdo, pero saltando cada vez que alguien quería dañarme mis castillos de arena.

Ya éstamos en el 2013, el año pasado me pegó y me socavó las esperanzas, la vida y el tiempo ya se me venía encima, y de paso me decían que no hay esperanza, pero no importa, sueño, sueño, corro, corro, camino, camino, y así me limpio la mente, voy viendo a los mendigos, y me reconocen ya, pero los zapatos se me están rompiendo, no hay zapato que me sirva, o mejor dicho: no hay zapato que me guste, sin colorines, sin adornos extraños, sin precios exorbitantes, pero no importa, me miento y me sigo riendo, porque consigo unos, porque ya el zapato no me daba más, y listo, no hay problema: estoy bien, estamos bien. Sigo sin darme cuenta -o sin querer darme cuenta- que es que la mentira de la felicidad tropical es la que ya no me dá más, que tengo el pie roto esperando, cómo decía uno en el metro cuando se lanzó «¿cuánto más voy a esperar?» pero yo no salto, yo canto, miro para otro lado y sigo soñando, pero abro los ojos y veo a la ciudad triste y violenta, y me doy cuenta que son mis ojos los que la ven así, porque así estoy yo, triste y violento.

Todo se ha ido poniendo peor, cada vez se compra menos, cada vez estoy antes en mi casa y por decisión propia, ¿qué pensaría de mi si me viese hoy en día, mi yo catorceañero? ese yo catorceañero que se sentía grande escapándose sin que nadie se diese cuenta, malandros van, malandros vienen, mueren muchos, secuestran a otros tantos, se los llevan, la familia los llora, pero nace un niño y se les olvida.

Ya me había acostumbrado a caminar diez kilómetros buscando remedios, pero ésto ya va más allá: el papel toilette comienza a escasear. El terror se empieza a apoderar de mi: ¿Cómo que no hay papel? Camino 5 o 6 kilómetros diarios, y no consigo papel toilette. Pero el terror comienza discreto, es el temor que me coquetea y se queda parado en una esquina, primero puedo llevarme 4 paquetes de a 4 rollos, me sigo mintiendo: estoy bien. Luego comienzo a hacer colas de más de media hora para comprarlo, pero cuando ya los tengo en la mano, asunto terminado, vuelvo al mundo de mi mente y me cuento cosas.

Y voy entrando a cada tienda, ya ni siquiera pregunto la marca que estaba habituado a comprar: «-Disculpe ¿No hay papel toilette?» ya se ríen, ya soy yo el que no se ríe… Y cada vez que voy a comprar papel toilette es peor, es que aquí hay que enrollarnos en papel toilette, porque aquí ya una purga no basta, que lo que nos inunda es mucho, que los tóxicos son demasiados, ¿quién nos limpia de todo éste daño?, de toda ésta farsa, de todo éste odio, y quién le compone y le canta a nuestros muertos su réquiem.

Llego acelerado a mi casa, el sol de las tres de la tarde y yo pegándole a la pared, y con mis cascos, hoy no tan acompasados, que no son más que mis pies, llego a mi casa, estoy nervioso, necesito caminar, recibir aire contaminado, respirar mi smog, más smog, es entonces, cuando me recuerdan «ya que quieres caminar, vé a buscar el papel toilette». Así que salgo, corro, y trato de tener ese objetivo en mente…

Voy viendo todo con la cámara bajo mis cejas que mis ojos contienen y le mandan señal a la casa del pensamiento, ahí voy con una toma panorámica y lo capto todo, leo paredes que nunca leí, veo avisos de locales que nunca supe que existían, el mundo pasa lento, y todo es desconocido, le mando un mensaje de texto a un amigo para evadirme, para intentar restarle importancia a la escasez, a éstas calles sucias, a los perros solos y llagados, a la gente con sus malas caras; entonces: me río solo, de mi día, de mi mismo, y de como se contrapone ésta absurda carencia, que por más absurda que parezca, que por más graciosa que se oiga: se mantiene, no deja de ser, no se va porque me ría, la carencia está… Que carencias he tenido muchas, tangibles y del espíritu ¡pero ésta! ¡ésta es atroz!

Sigo caminando, en éste pueblo se me terminaron los abastos, las quincallas, las farmacias y supermercados por recorrer.

Pienso en otra cosa, mi día, mi día, mi día, si me sigo mintiendo, si me río más, si me pierdo en mi día, en las moléculas de lo bueno que capto… pero no…

No puedo evadirme…

Y es, entonces cuando…

Me persigno, rezo, extiendo mis brazos y creo de nuevo, aunque no soy creyente -que tenían razón los que me decían que en el momento donde más débil se está se vuelve a creer, y yo que me creía un tipo duro por no llorar, aunque siempre me supe bobo, que creía ser fuerte por no quebrarme, por tragarme mis rabias y mi indignación en seco, por no implorar siquiera cuando he tenido a la muerte de cerca- pero ésta vez, heme aquí, creyente soy, veo al cielo e imploro: ¡Dios mío, no me hagas ir más al baño!

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