La pequeña Aurora ya andaba por sus cuatro años. Consideramos que ya era hora de que saliera de la casa, y comenzó a frecuentar la escuelita que quedaba a escasos metros de la tienda. Tras los berrinches habituales – el clásico ‘primer día’, tan temido más por los padres que por los hijos – se estaba acoplando bien a la situación. Cada día iba a clases con mayor entusiasmo, y comenzaba a socializar con sus compañeros.En las tardes se instalaba a realizar las pequeñas tareas que le encomendaban en la mezzanina de la tienda junto con su madre, quien a su vez trabajaba en alguna de sus obras ya que había tomado una pequeña área para improvisar un taller, para aprovechar el tiempo y estar cerca de la niña.
Ese período coincidió con la convocatoria a elecciones presidenciales, por lo que el ambiente estuvo saturado de política. Tanto en los medios de comunicación como en la calle la tónica era la misma: todo estaba tomado por la campaña electoral. Había muchísima expectativa, ya que las condiciones económicas se estaban deteriorando de manera acelerada. Por fin, en diciembre se celebraron las elecciones. Como de costumbre no ganó el candidato de mis preferencias, pero el vencedor lo hizo de manera abultada, y la algarabía tomó las calles. La gente, recordando la bonanza económica que tuvo el país en el primer período presidencial del señor que ganó – estaba repitiendo en el poder por segunda vez – se sumó a un movimiento de esperanza y euforia. Yo estaba escéptico, pues consideraba que el populismo, que le había dado tanto capital político en el pasado al recién elegido, por un lado era una especie de cáncer social, y por otra parte era insostenible en ese momento histórico del país. Pero la mía era una voz en el desierto, solamente era compartida por la pequeña élite de los parroquianos de la tienda. Pasamos muchas noches reunidos, después de la hora de cierre, analizando el escenario político y haciendo conjeturas sobre lo que vendría a continuación. Pero nadie tuvo la lucidez de prever lo que sucedería.
Como habíamos previsto, el nuevo gobierno, lejos de repartir dinero a manos llenas, llegó imponiendo una serie de medidas económicas sumamente restrictivas y castigadoras. El paquetazo, como se le conoció, traía consigo nuevos impuestos y aumentos en los precios de los insumos básicos. En cuestión de un par de meses la gran popularidad con la que había nacido el nuevo período de gobierno se erosionó a niveles insospechados, y la gente comenzó a manifestar su enojo. Por fin, una madrugada cualquiera, la situación colapsó: se juntaron dos factores, el aumento del precio de la gasolina y por consiguiente la elevación automática del costo del pasaje en el transporte público. La mecha del polvorín se encendió en una ciudad dormitorio en las cercanías de la capital, que amaneció sublevada. El centro se incendió, comenzaron los saqueos; la situación se proyectó hacia nuestra gran ciudad, y en cuestión de horas el desorden generalizado tomó las calles de la capital. No había autoridad capaz de poner coto a la situación, tales eran los ánimos de la gente. Personas que en situación normal eran incapaces de cometer la mínima falta se vieron protagonizando saqueos contra los comercios de su propia comunidad. Parecía que un espíritu revanchista se había apoderado de la multitud, que quería compensar tanta frustración con lo primero que tuviera a la mano. En un principio las víctimas fueron los comercios que vendían alimentos, pero pronto los apetitos de la muchedumbre se dirigieron hacia otro tipo de expendios, y fueron saqueadas mueblerías, zapaterías, tiendas de electrodomésticos y un amplio etcétera. La televisión mostraba escenas de franco patetismo, como personas cargando media res, o un enorme compresor recién extraído de una ferretería.
El gobierno lucía errático y no parecía saber cómo controlar la situación. Al segundo o tercer día tomó una decisión que más adelante lo condenaría ante los ojos del mundo: echó a la calle al ejército, el cual no tuvo tacto alguno y se limitó a imponer el orden a sangre y fuego. Todavía se desconoce a ciencia cierta el número de víctimas fatales, pero según algunos cálculos sobrepasó de largo el millar.
Nosotros nos guarecimos en nuestra casa: dado lo alejado del centro poblado, no fuimos víctimas directas de esas acciones, y por fortuna teníamos víveres suficientes para subsistir esos días. La niña no sabía lo que estaba pasando; recién había salido de las vacaciones de diciembre y en un principio asumió que era otro período de asueto, pero nuestra cara de preocupación pronto la hizo darse cuenta de que algo anormal sucedía.
-¿Papi, qué pasa? – preguntaba, cuando nos veía pegados al televisor mirando los acontecimientos que llegaron a transmitir antes de que la censura oficial tomara cartas en el asunto. No atinábamos a decirle nada coherente, tratábamos de cambiarle el tema de conversación y jugábamos un rato con ella, Byron y los demás perros en el jardín. Pero ella sabía que algo estaba pasando, y su carita de preocupación la delataba.
Poco a poco las cosas fueron calmándose, y tras unos cuantos días se pudo volver a una cierta normalidad. Tocaba hacer la cuantificación de los daños. Como había temido, mi tienda no corrió con la mejor suerte. No me quiero detener mucho recordando este episodio; me limitaré a decir que fue arrasada. Perdimos todo: lo que no se llevaron lo destruyeron. Lo único que les faltó fue incendiarla.Tal vez lo que más dolió fue saber que quienes se comportaron de esa manera tan bárbara fueron los mismos vecinos del lugar, los clientes a los cuales habíamos atendido de la mejor manera posible, como era nuestra norma y costumbre, en alguna oportunidad. Esas cosas hacen que se pierda la fe en la gente, pero no nos quedó más que echarle tierra al asunto y tratar de recuperar lo recuperable. No había nadie a quien ir a reclamarle, no pudimos hacer otra cosa que asumir los daños como si de un evento de la naturaleza se hubiera tratado.
Mucho se ha escrito sobre ese período, y hay innumerables teorías sobre lo ocurrido, que dependen de la filiación política de cada quien. Lo cierto es que después de ese episodio nada volvió a ser lo mismo, por lo menos para nosotros. Otra vez nos tocaba comenzar desde cero, y en esta oportunidad no contábamos con el respaldo económico suficiente. Dependeríamos únicamente de nuestro talento y habilidad negociadora para salir de ese hueco en el que nos había sumido la situación del país.