Mi vida, a través de los perros (LIII)

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Otro recomienzo, entonces. Esta ocasión fue, si se quiere, más radical. Tuve que tomar una decisión muy dolorosa, como lo fue la de vender la casa. En un primer momento pensamos en dividir el terreno en lotes, poner en venta la casa grande y quedarnos a vivir en la pequeña, realizando algunas ampliaciones para poder contar con cierta comodidad. Pero luego pensé que ver todos los días la casa que había construido con tanta dedicación me iba a enfermar el alma, por lo que decidimos de común acuerdo salir de toda la propiedad. Por fortuna la zona en donde se hallaba fue ganando prestigio y ya no era el fin del mundo, y se había poblado de manera progresiva, por lo que era muy solicitada y se cotizaba bien. Si he de ser sincero, lo que más dolor me daba era desprenderme de mi biblioteca, ese espacio mágico en donde había pasado alguna de las mejores horas de mi vida. Las grandes paredes que para el momento estaban llenas de libros lucirían desnudas cuando los nuevos dueños se instalaran. ¿En qué la convertirían? Tal vez en sala de juegos, o en bar, o si se trataba de algún excéntrico quien sabe si en un baño descomunal, con vista privilegiada. De lo sublime a lo escatológico. Esos pensamientos me dejaban como un trapo, ya que los recuerdos se quedarían sin asiento físico para recrearlos. Y todos mis libros: con seguridad no tendría posibilidades de conservarlos todos, me tocaría hacer una selección y salir del resto. Y lo mismo con mis discos. Como mencioné más atrás, había formado una colección respetable. En algún momento se me encendió el bombillo comercial, que llevaba en la sangre: la tienda me la habían saqueado por completo, y reponer la mercancía iba a costar un mundo (aunque estaba asegurada, los trámites se presagiaban largos y tensos pues lo sucedido fue de tal magnitud que los reclamos colapsarían a las empresas de seguros). Por un tiempo la convertiría en un lugar de compra-venta de libros y discos usados, comenzando por los míos.

Conversé con Helga sobre los planes que se me habían ocurrido y estuvo de acuerdo, pues le pareció que era lo más razonable que podíamos hacer dadas las circunstancias. Teníamos un problema importante: no podíamos mudarnos a un apartamento como nos hubiera gustado, pues eso implicaría tener que salir de los perros y eso estaba fuera de toda discusión. El problema era que conseguir vivienda al precio que estábamos dispuestos a pagar en una zona céntrica, cercana a nuestra tienda, iba a ser imposible. Tuvimos entonces que considerar lugares más apartados. Los fines de semana los dedicábamos a pasear con Aurora, Byron, los Beatles y la perra tonta por los suburbios de la capital. La pequeña disfrutaba muchísimo esos paseos, cada uno era una aventura diferente para ella y se divertía, asomada a la ventana, viendo el paisaje cambiante, desde lo urbano hasta lo rural. Vimos infinidades de nuevos desarrollos, pero por lo general no nos gustaban demasiado. Todos tenían algún pero. Si no era el tamaño, era la dificultad del acceso, o la falta de vista. Pienso que tal vez estábamos siendo demasiado exigentes, pero por otro lado veníamos de una disposición tan privilegiada que nos costaba hacer concesiones a ese respecto. En paralelo habíamos puesto en venta la propiedad, y estábamos esperando que las cosas se sincronizaran de tal manera que la venta coincidiera con la compra.

Los días de semana los destinábamos a recomponer el desastre que habían dejado en la tienda. Tuve que hablar con mis dos empleados. Fui todo lo sincero que pude: les dejé la puerta abierta por si querían explorar alguna otra opción, ya que dadas las circunstancias no podía garantizarles estabilidad. Pero los muchachos me habían tomado mucha estima, y decidieron quedarse. Les hablé de la transición forzada que había previsto para el negocio y les pareció muy divertido. Entre todos hicimos una limpieza general, repintamos, reemplazamos los vidrios rotos, y en unos veinte días estuvimos abiertos de nuevo. El clima, sin embargo, ya no era el mismo. Se había abierto una gran herida en la sociedad, y todos andaban recelosos. Ya no nos visitaban los vecinos, tal vez con cargos de conciencia por haber participado en los saqueos. El ambiente estaba muy pesado, en resumidas cuentas. Pero no teníamos otra posibilidad que seguir para adelante. En los reparados estantes colocamos los libros que me traje de la casa, y en la fachada del negocio pusimos un cartel que rezaba: «Compra-venta de libros y discos usados». Como es natural, el tipo de clientela cambió por completo: de intelectuales y gente de los medios pasamos a atender estudiantes, revendedores y gente que no era cliente habitual de librerías pero le llamaba la atención poder conseguir cosas a mejor precio, o salir de volúmenes que tal vez le estorbaban en la casa. Entraba y salía de todo: desde verdaderas joyas, ediciones antiguas bastante bien conservadas, hasta literatura simplona. No nos poníamos exigentes, todo lo que estuviera en un estado razonable de conservación tenía cabida en la tienda.

Por su parte Helga también retomó su actividad, pero de una manera bastante perturbadora. Había vuelto a acondicionar la mezzanina, pero ya no estaba visible al público sino que hizo instalar unas gruesas cortinas negras, que impedían ver lo que estuviera haciendo.Ni siquiera a mí me dejaba entrar en su taller. Un día, después de un par de meses, me llamó:

-Tomás, ¿quieres subir un momento?

-Enseguida- grité, pues ya su actitud me estaba comenzando a preocupar.

Cuando subí las escaleras y corrí la cortina, no pude evitar exclamar:

-Dios, ¿que es eso?

No era para menos: delante de mí se alineaban una media docena de cuadros que no tenían nada que ver con el estilo habitual de mi esposa. Eran pinturas oscuras, sombrías, salpicadas de rojo en algunos sectores. Aunque eran de un estilo abstracto, la sensación que daban era de opresión y violencia.

-Lo tenía en mi sistema, y si no lo sacaba se me iba a podrir adentro – fue su comentario. Y era lógico: a una persona de la sensibilidad de Helga los acontecimientos recientes tenían que dejarle huella. La abracé y solo atiné a decirle:

-Todo va a estar bien, te lo prometo.

-Tengo mucho miedo, Tomás. Quisiera irme del país un tiempo.

Esa revelación repentina me dejó mudo por un momento. No tenía la menor idea de que a Helga se le hubiera pasado  por la mente la posibilidad de regresar a su segunda patria. No supe qué contestar, pero ella salió en mi auxilio:

-No hace falta que digas nada. Vamos a pensarlo bien, y entre los dos buscaremos una solución. No te preocupes demasiado por ahora, tal vez fue un simple impulso del momento y más adelante se me pasa.

Pero como es comprensible no fue posible desprenderme de la preocupación. Nunca en mi vida había considerado esa posibilidad, si no fuera como para un viaje de placer o de negocios. Pero dejar la tierra en donde había vivido toda mi existencia me daba miedo. No hay otra manera de decirlo, era simple miedo, terror a lo desconocido. Y no estaba muy dispuesto a considerar siquiera esa posibilidad. Tal vez vinieran momentos tormentosos en mi relación de pareja, en el futuro inmediato.

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