Caimán

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lutoEl fin de semana tomé la decisión consciente de aislarme de la red. Una buena amiga estaba de visita, la gran oportunidad para distanciarme de toda vaina. El lunes en la mañana prendí la computadora a eso de las 8:00 am, 1:30 am en Caracas.

El algoritmo de Facebook hace que las noticias más relevantes te asalten de golpe, sin anestesia, así que a las 8:02 am me enteré de que a un pana de la universidad lo habían matado para quitarle el carro.

«Coño de la madre», resonó en la sala vacía de donde vivo. Intentaba leer las respuestas de mis amigos, pero el impulso de repetir en voz alta «coño, qué arrechera» no me dejaba leer nada.

Y es que es tan predecible que se convierte en un cruel lugar común: precisamente matan al carajo alegre, al carajo emprendedor, inteligente, profesional, deportista. Al carajo que se quedó cuando otros nos fuimos. «Coño, qué arrechera».

Ayer y hoy he cargado ese muerto atascado en el pecho. He visto a mis amigos llorar a través de sus emails y sus posts. He temido por mis hermanos. He sentido la rabia inevitable que te agobia cada vez que buscas un responsable (y lo encuentras). Pero no lloré. Escribí poco más que un «QEPD…»

Un amigo me describió con mucha claridad lo que me pasaba: tras mucho escribir y mucho borrar, perdí la capacidad de expresarme al respecto. Quizás porque tras mucho escribir y borrar sientes que escribir comienza a perder el sentido.

Ayer estuve todo el día de mal humor. Hoy dejé la llaves pegadas en la puerta de mi casa (un vecino las agarró y me avisó, gracias a Dios). Hoy tuve que hablar frente a un grupo de inmigrantes que han tenido menos suerte que yo y, aunque suelo ser muy balanceado, oír la injusticia de sus historias me alteró de manera visible y audible, porque estos dos días lo que he tenido atrapado en el pecho es una gran bola asquerosa de injusticia que me quita el habla y entorpece mi teclado.

Hace una hora me llamó un amigo venezolano que me llama un par de veces al año. Y bastó oirme decir su nombre para preguntarme «¿coño, pana, estás bien?». Me tomó cinco segundos encerrarme en una sala de reuniones y decirle afectadamente que «me mataron a un pana de la universidad». Y la gran bola asquerosa de injusticia se convirtió en una lágrima. Y hablamos un rato largo, de sus hermanos, de mis hermanos, de los panas que se fueron porque no se calan esa de ser los prisioneros del miedo, de los panas que se quedaron y recibieron un plomazo, de la mamá de una amiga que vió cómo violaban a la muchacha de servicio, del hermano que secuestraron y que tuvo que mantener la calma mientras le morboseaban a la jeva, de la ruleta rusa en la que se ha convertido el país de lo posible…

Tenía el pecho trancado, porque ese miedo y ese dolor no lo entiende nadie más que un Venezolano. Y el esfuerzo de explicar que a pesar de lo que pasa no estamos en guerra es mucho pedir en un momento así. Sólo puedes hablar con alguien que te entienda de inmediato.

Y entonces la providencia le dice a un pana que hoy, que ya, es el momento para esa llamada semestral. Gracias a Dios.

Hay una bodega en un barrio oscuro de la ciudad donde sirven polarcitas bien frías. El viernes nos vamos a tomar unas cervezas.

PD: el Caimán era un deportista. Entre otras (muchas) vainas, era cinta negra en karate y solía correr. Una carrera organizada para este fin de semana será dedicada a su memoria: durante la carrera NatGeo de este domingo más de uno va a correr con cintas negras en honor al Caimán (http://www.natgeo.tv/us/especiales/carrera-por-el-medio-ambiente/terminos-y-condiciones).

Yo solía correr maratones hasta que se me jodieron las rodillas. Pero esa carrera se me antoja como una forma de llevar la tristeza. Correr, a mi paso. Correr, cuidándome las rodillas. Correr y dejar que el sudor disfraze las lágrimas… Correr, juntos…

En momentos así no hay quien agradezca a la providencia no vivir mas en «ese país»… sólo hay espacio para la arrechera y la impotencia de estar tan lejos…

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