Mi vida, a través de los perros (LIV)

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Después de unos tres meses de haber puesto la casa en venta apareció un comprador, que se enamoró tanto de la propiedad como de la vista. Tras los habituales regateos acordamos una cifra que nos convino a los dos, y de pronto me di cuenta de que ya era un hecho: había logrado un plazo de un mes para irnos de la casa, que tanto había significado para mí; la mudanza era inminente. Con el adelanto que me entregara el señor como arras, salimos a hacer lo mismo, es decir, a cerrar el trato con los dueños de una casita en venta en una urbanización de los suburbios. Comparándola con la que estábamos dejando, era minúscula, modesta. Pero no por ello dejaba de ser una buena oportunidad: el precio era sumamente conveniente, y la casa en sí poseía las características que estábamos buscando: tres habitaciones, cuatro baños, un espacio que se podía acondicionar como estudio, una buena cocina y agradables áreas sociales. Un jardincito con un columpio fue  lo que más entusiasmó a Aurora, que no se bajaba de él cuando hacíamos las visitas al lugar. Lo malo era la lejanía con respecto a nuestra tienda y al colegio de la niña, pero no nos quedaba otra opción sino adaptarnos a la situación.

Otra cosa que hicimos fue cambiar de carro. Ya el Mercury de mi padre estaba llegando a su obsolecencia, y no iba a aguantar el trote diario. Nos decidimos por una camioneta 4×4, una Range Rover verde botella que conseguimos de ocasión, seminueva, de unos clientes de la tienda que habían decidido emigrar. Dado el acceso algo escarpado a nuestra nueva casa nos iba a ser de utilidad. No pude desprenderme del Bel Air, no obstante. Lo había vuelto a poner operativo, y algunos fines de semana paseábamos en él, y le contaba a Aurora las aventuras que había vivido en ese inmenso carro, mientras ella escuchaba embelesada y se hacía repetir una y otra vez los detalles, con Byron a su lado como si fuera su guardian.

La niña ya andaba por sus cinco años, y le encantaba conversar y preguntar cosas. Todo le llamaba la atención, y era bastante arrojada. Tal vez por su convivencia con Byron y los demás perros había adquirido cierta dureza en lo que respecta al trato con la naturaleza, y no le hacía ascos a nada. Vivía embarrada, llena de polvo de la cabeza a los pies, para gran disgusto de Helga quien quería verla como una princesita todo el tiempo. Pero no había nada que hacer: a los cinco minutos de llegar a cualquier sitio se las ingeniaba para acabar con cualquier vestido. Sin embargo, y no lo digo porque fuera hija mía, era una niña muy linda, que llamaba la atención por su larga cabellera y sobre todo por sus ojos, oscuros, de mirada inquisitiva y penetrante. Aunque el cabello se le había oscurecido un poco, en el colegio le decían «la catira», cosa que no le hacía la más mínima gracia: tal vez eso la hacía sentir diferente. Entonces se rebelaba a ese mote con su comportamiento desafiante a las normas. Más de una vez tuvimos que ir a hablar con las directoras del colegio, con mucha pena, a soportar el chaparrón por las proezas de Aurora. Sin embargo, como marchaba bastante bien en los estudios, lográbamos que no la expulsaran, con las consabidas promesas de hacerla recapacitar.

Por fin llegó el día triste. La última noche en nuestra casa fue muy nostálgica; no quisimos hacer mucho drama para no impresionar a Aurora, pero fue inevitable que alguna lágrima corriera fugaz por las mejillas. Después de todo esa casa había sido el asiento de toda la relación entre Helga y yo, y los recuerdos danzaban por los pasillos. Tuvimos una pequeña cena, tras embalar las últimas cosas, y nos fuimos a dormir para acopiar las fuerzas necesarias para la mudanza. Muy temprano en la mañana llegó el gran camión, y tras un largo barullo, los empleados de la empresa de mudanzas lo habían cargado con todas nuestras pertenencias, salvo las más delicadas que llevaríamos nosotros en la Range y el Bel Air. Una vez vacío de todas las pertenencias dimos un último recorrido por el lugar. Tenía aspecto de haber sido saqueado, violado. Su desnudez causaba pena; se veían los pequeños deterioros (alguna pared agrietada, el piso maltratado en ciertos tramos) que antes se disimulaban por los muebles y las alfombras. Ya le tocaría al nuevo dueño efectuar las reparaciones. Nosotros deberíamos hacer lo propio con nuestra nueva casa.

Es raro ver los muebles que antes ocupaban un determinado sitio en un espacio diferente: es una suerte de juego de espejos deformantes. Por alguna razón los ubicamos de manera parecida a como estaban antes, y resultó ser una especie de caricatura de la disposición anterior. Entonces el espíritu creativo de Helga se rebeló, y tras varios ensayos – que me causaron una pequeña lesión en la espalda, de tanto cargar mesas, sillas y poltronas – logró lo que buscaba. Y tuve que estar de acuerdo con ella: el lugar había ganado calidez y confort. Cenamos cualquier cosa, y nos fuimos a dormir agotados. Todavía quedaban cajas y cajas por desembalar, y nos esperaban otras duras jornadas para establecernos de la manera debida en nuestro nuevo hogar.

Esa noche, a pesar del cansancio, no me fue fácil conciliar el sueño. No sabía si había hecho lo correcto. Tal vez hubiera sido mejor vender todo y tienda y con el dinero recolectado irnos del país, tal y como me lo había sugerido Helga aquella vez en su taller. Pensaba que había sido un momento de debilidad, pero ahora me embargaban las dudas. Nunca quise ser un emigrante, porque era hijo de ellos y tenía idea del desarraigo que representa no tener patria. Sobre todo, me daba terror comenzar de nuevo en un lugar desconocido. Pero las cosas en el país no se perfilaban nada bien. No quise preocupar a mi esposa y me quedé quieto en la cama, sin pronunciar palabra, hasta que por fin me quedé dormido.

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