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EL ESTADO, LA LEY Y NOSOTROS

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EL ESTADO, LA LEY Y NOSOTROS

POR CARLOS SCHULMAISTER

EL ESTADO

El Estado existe y a pesar de ser una  abstracción conceptual interactúa con los hombres, ¡y vaya cuánto y cómo! Sin embargo, como otras tantas abstracciones del pensamiento no resulta demasiado fácil conocerlo, aunque tampoco es demasiado difícil. Eso sí, a poco que se lo encare nos sorprende su originalidad ya que es como una ausencia presente o una presencia ausente, y en ambos casos aparentemente presente  y aparentemente ausente.

Lo cierto es que de haber surgido como una original respuesta creativa a las necesidades del crecimiento demográfico y de la cultura el Estado ha adquirido una preeminencia y un poder descomunal sobre los seres humanos, sus creadores, a los que orienta, condiciona y determina en su existencia con tal grado de poder que en cierto modo han pasado a ser sus esclavos.

En todo caso, en la actualidad el Estado no constituye un dato más de nuestras vidas concretas, homologable a otros datos de similar importancia, sino el marco necesario e imprescindible en el cual éstas se hacen posibles con significado y sentido, es decir, en la producción de la cultura material y simbólica y en la emergencia y desenvolvimiento de la humanidad, otro concepto de elevada abstracción y de gran utilidad para la comprensión sustantiva de la condición humana.

LA LEY

El Estado opera (si es lícito utilizar este término) mediante el imperium de la ley o norma jurídica, otra gran creación humana que representa los brazos y las herramientas de aquél para hacernos bailar al son de su música. Es gracias a ella como el Estado se revela ante nosotros, ya que configura sus modos de ser y de parecer, con lo cual podemos elaborar ideas e intuiciones acerca de su naturaleza, sus funciones y sus fines.

La ley, tanto la escrita como la no escrita, en tanto dato de la experiencia es observable y vivenciable a través de su presencia y participación en todos los actos de la vida social, los privados y los públicos. Su eficacia y su virtud concreta en punto a su aplicación oscila en un espectro polar donde las múltiples formas de la vida humana son percibidas y valoradas axiológicamente en gradaciones extremas e intermedias. De otra manera, los juicios de los valorantes –o sea sus valoraciones- configuran valores y disvalores de las acciones y las cosas materiales e ideales, dando origen a las formas y parámetros que expresan lo deseable y lo indeseable en una sociedad, en lo concretamente existente, en lo posible y previsible, y también, eventualmente, en lo utópico, o sea en lo inédito posible.

Hablo de la experiencia real y concreta de la presencia de la ley en la vida cotidiana. He aquí la ley,  la que tiene que ver con nuestras vidas particulares y colectivas del día a día, la que conocemos por su visibilidad y operatividad. A esa ley, o mejor dicho a esa cara de la ley le debemos mucho por lo bueno que nos da y nos permite y por lo malo que nos quita, pero ella también nos debe mucho a todos y a cada uno de nosotros por lo bueno que nos quita o nos niega y por lo malo que nos trae aun a nuestro pesar.

Por lo tanto, en un amplio abanico de posibilidades diversas de realización la ley te enseña, te educa, te forma, te moldea, te persuade, te controla, te disciplina, te disuade, te apremia, te obliga y eventualmente te castiga. En suma, te amplia, te aumenta, te expande, te desarrolla… y también te reprime, te constriñe, te reduce…

De ahí que la ley merece nuestro reconocimiento y agradecimiento por todo aquello que nos permite,  facilita y otorga a lo largo de nuestras vidas particulares y también por lo que ha permitido, facilitado y otorgado al género humano a lo largo de la historia: fundamentalmente el descubrimiento de nuestra humanidad, de la humanidad de los hombres.

EL CLIMA SOCIAL

Por lo tanto, las leyes que operan en nuestras vidas concretas no sólo nos proveen sino que también nos privan, y lo mismo sucede a escala del género humano, siendo previsible que continúen operando del mismo modo en el futuro.

Lo justo, lo verdadero y lo bello que constituye la esencia del Bien, el valor supremo tanto en versión religiosa como laica, necesita y necesitará para su realización de la existencia de la ley. A la inversa, lo injusto, lo falso y lo feo que constituye el Mal también se ha valido de la ley y seguirá haciéndolo mientras exista el Estado porque todo lo que la ley hace o impide en uno u otro sentido axiológico corre por cuenta y cargo del  cargo del Estado, ya sea en forma exclusiva o compartida con otro referente de poder como es esa otra gran abstracción llamada Dios.

De modo que el clima social (lato sensu) que genera la experiencia de la vida organizada desde la aparición del Estado es una vivencia compartible y más o menos concienciada por todos y cada uno de los miembros de una sociedad nacional de este mundo global.

En este sentido quiero formular una analogía con el clima real (climatológicamente hablando) que vive una sociedad concreta, situada -toda sociedad concreta- a lo largo de las horas, de los días, los meses y los años, con su catálogo de gratificaciones y rigores extremos, de fenómenos recurrentes y de otros inesperados y temibles, en fin una panoplia de posibilidades previsibles que duran un tiempo y luego se van para reaparecer a intervalos regulares, y luego a repetir el proceso.

El clima meteorológico nos acaricia y nos mima, así como nos agrede y agravia por momentos. Pero la previsibilidad de la naturaleza nos ha enseñado a prever nuestras correspondientes reacciones tomando los recaudos necesarios, convenientes o adecuados, por ejemplo en materia de abrigo, vestimenta, ingesta, calefacción, horarios y tipos de trabajo, viajes, turismo, etc, en todos los casos sujetos a los condicionamientos que representan y aportan las múltiples diferencias sociales.

LAS CRISIS COYUNTURALES Y EL CLIMA SOCIAL

El clima social, en cambio, es en gran medida impredecible para la mirada de corto plazo; no así para la de tipo estratégico, ésa que para concretarse requiere e insume tiempos más largos y aprendizajes y actos de conciencia más abundantes y de mejor calidad. De lo contrario no se realizará, o a lo sumo lo hará muy pobremente.

Sobre todo, lo que es más impredecible en el clima social en el que se está inmerso es la oportunidad, es decir el momento en que han de ocurrir algunas manifestaciones humanas, por ejemplo cuando se han de desatar las crisis generales. También es difícil que, dada la heterogeneidad social, política y económica de individuos, clases y sectores intervinientes en la vida social todos se aperciban de las modalidades con que aquellas crisis estén cursando, así como también tratándose de las crisis sectoriales al interior de una sociedad nacional que los contiene.

La diferencia que intento mostrar mediante esta analogía tiene una enseñanza, ya que las oscilaciones del clima meteorológico alcanzan a todos los habitantes de un mismo medio en un mismo momento, por más que sus bondades y rigores se puedan experimentar diferenciadamente a través de determinados formas de actuación de la naturaleza, también una vez más a tenor de las condicionantes sociales particulares y colectivas intervinientes.

Por su parte, y  sobre todo en la etapa social de la organización democrática del Estado, éste tiene crecientes poderes y posibilidades concretas de intervención, bajo determinadas condiciones, para paliar o mitigar las consecuencias sociales y prácticas de ciertos problemas climatológicos, o directamente de tipo natural, sobre todo en lo que atañe a la rigurosidad de sus efectos sobre la vida social. Y ello es así, repito, aunque el Estado proceda en forma diferenciada, según las particulares experiencias políticas de las sociedades concretas de que se trate.

No obstante, la experiencia misma nos enseña que luego del frío viene el calor, luego de la noche viene el día, y la vida renace y transcurre con filosofía, por decirlo en un lenguaje coloquial: así, lo que no te mata te fortalece.

En cambio, en el clima social producido por el conjunto de las formas culturales, sociológicas, económicas y políticas que se articulan en la mayoría de las sociedades concretas -a escala nacional, continental y mundial- la posibilidad de intervención, socorro o salvación a cargo del Estado en las graves emergencias producidas por los desequilibrios en uno o más de uno de los campos mencionados está mucho más limitada.

Desgraciadamente estos fenómenos desequilibrantes se están desatando con fuerzas cada vez más grandes, en momentos inimaginados, potenciándose mutuamente hasta llegar a producir crisis generales sociopolíticoeconómicas equivalentes al poder destructor de los más terribles  tsunamis sobre la naturaleza y la obra de los hombres.

Con esta analogía y con las diferencias mostradas quise referirme a la conciencia que se genera en cada uno y en todas las personas con uso de razón, medianamente educadas e insertadas en la trama social, respecto a la evaluación que todos hacemos acerca de la situación social en general, la de cada uno en particular o la de nuestras familias. Lógicamente, siempre sesgados por variables, políticas, sociales, económicas, religiosas, ideológicas, etc de carácter concreto.

Esta conciencia social de lo cotidiano como crisis será profunda o superficial según los avatares propios de la correspondiente formación sociocultural de cada uno y por las experiencias vividas. De allí que suele revelarse y expresarse,  por un lado, tanto a través del estudio, la reflexión, la empiria y el sentido común (últimamente tan denostado como ponderado por diversas razones)  como de la mera opinión, el pre-juicio o las afecciones inmoderadas de la pasión y los furores locos, habitualmente  pobres de racionalidad ética aunque llenos de expresividad estética inconducente.

Recapitulando, he desarrollado la comparación anterior, entre la clase de clima que constituye la especialidad de la meteorología y el clima social o socioeconómicopolítico cultural de una sociedad concreta pensando en la principal o más reconocida variable climática: la temperatura. De hecho, la temperatura medible con el termómetro, experimentable hasta por el más distraído, y a cuyas oscilaciones extremas nadie escapa.

Frente a ella he colocado la temperatura social  de una organización social concreta, para el caso cualquiera de ellas con organización estatal. Pero esta comparación ha sido en el corto plazo, en el tiempo cotidiano y presente de los acontecimientos emergentes e inminentes, mostrando la diversidad en las formas de reaccionar ante las múltiples formas de agresión a la vida humana.

LAS CRISIS ESTRUCTURALES Y LAS SENSACIONES SOCIALES

Ahora bien, existen otros efectos producidos por las modalidades de la organización, el funcionamiento  y los fines del Estado que, lógicamente, se incardinan en nuestras vidas como resultado de la permanencia prolongada de un estado de situación coyuntural que termina convirtiéndose, a fuer de continuo y aparentemente inmodificable, en una forma estructural del Estado. Los efectos de este tipo sobre las vidas de las generaciones, no ya en el corto plazo sino en el largo, por lo general más allá de las coyunturas históricas, son de hecho tanto positivos como  negativos.

Los primeros tienen que ver con las sociedades abiertas, democráticas, democráticas, progresistas y sustentables que si bien no están exentas de problemas o dificultades poseen sistemas racionales y democráticos de resolución de los diversos tipos de problemas posibles, en especial los de la conflictividad social.

A la inversa, los efectos negativos tienen un lugar preponderante en los sistemas autoritarios y totalitarios, colectivistas y populistas, propios de sociedades cerradas, no democráticas, no participativas, falsamente progresistas y no sustentables en las que la conflictividad real es creciente en todos los campos y donde el poder tiránico se sostiene a costa de renovadas formas y grados de represión social. En fin, nada digno de ser imitado pero que sin embargo subsiste en algunos países como reliquia de un pasado no tan lejano, en tanto ha renacido en otros bajo modalidades diferentes, o no tanto quizá, con resultados negativos como era dable esperar a la larga o a la corta.

Las sociedades del desarrollo, obviamente democráticas, por un lado, y por otro las sociedades  del atraso y la dominación sobre la sociedad y el individuo. Y prosigo con la analogía climatológica de la naturaleza.

Estos efectos sobre las personas y las sociedades y los diversos colectivos que la integran en cada circunstancia histórica se vuelven más imprecisos para la percepción, la comprensión y la toma de conciencia pues se llevan a cabo en el largo plazo histórico, en el cual el tiempo largo termina adocenando las acciones y las reacciones sociales, mejor  dicho, naturalizándolas.

El resultado de este tipo de experiencia de la vida como crisis constante sin retorno en ambas clases de sociedades consiste en su naturalización idiosincrática a nivel colectivo e individual, dificultando hasta la posibilidad de concebir siquiera los cambios necesarios y deseables para revertir ese estado de cosas, al punto de llegar –especialmente tratándose de los efectos negativos antes mencionados- a la conformación de mentalidades resignadas, desanimadas, sin esperanzas, sin principios sociales básicos ni fundacionales, sin sueños ni anhelos de mejora. Si bien esa decadencia se presenta bajo las múltiples y renovadas formas de la  muerte climatizada en las sociedades ultra desarrolladas y en determinados niveles sociales, siempre son mucho más graves las atrocidades que tienen lugar en las sociedades del atraso, la dominación y la explotación social estructural de todos y cada uno.

Este mundo de percepciones difusas, ambiguas, resultan menos perceptibles a la larga a causa de la poderosa influencia del acostumbramiento, con el consiguiente aletargamiento de los corazones y los cerebros, que es como una metáfora de la muerte de la rebeldía propositiva y la transformación consiguiente de ambos tipos de sociedades en sociedades zombies (diferentes en aspectos que las tornan más soportables en unas y más insoportables en otras). Pero ambas son sociedades zombies en las que con frecuencia sus miembros no se dan cuenta de ello ni del verdadero estado en que se hallan sus particulares existencias.

Si en el caso de la analogía climática lo cotidiano utilizaba la variable temperatura en sus diversas posibilidades, los efectos de largo plazo se pueden asociar a la variable sensación térmica. Si la primera es mensurable, objetivable, la segunda resulta para las personas concretas algo subjetivo, no porque no se establezcan guarismos en ella (lo que sí sucede), sino porque como todo lo que es sensación posee una fuerte proporción de particularismo que resiste las generalizaciones forzadas.

Llevada al campo social la sensación térmica es difícil de clasificar en rangos sociológicos debido a la dilución de las sensaciones (otra metáfora del acostumbramiento, el olvido y la resignación del sufrimiento) en el largo plazo, como ya hemos explicado.

Con esta otra aplicación analógica me refiero, para empezar, al cansancio moral o fatiga de la virtud al interior de una sociedad, y siempre cada uno a su manera, según su situación y status y sus adscripciones conscientes e inconscientes de clase, ideológicas, políticas, religiosas, etc.

También pienso en el sentido de la existencia que se puede generar en el transcurso de largas décadas que pueden contemplar el nacimiento y ocaso de una vida humana de duración normal y también en la megaescala  social, o sea, en sociedades enteras. Dicho de otra manera, algo así como las posibles sensaciones reales acerca de si en esos estados destructivos de la condición humana los hombres pueden sentir que ha valido la pena para ellos vivir y luchar para ser lo más dignos posibles pagando precios tan caros, tanto en una como en otra clase de sociedades.

¡Es que acaso no será posible que en algunas de ellas se llegue al grado de percibir como deseables los males propios de la realidad social de una sociedad diferente y hasta opuesta a la propia, cuando ya la disconformidad con la realidad pueda resultar crecientemente insoportable!

Otra categoría que se me ocurre es la de las ganas de luchar en la vida, expresión un tanto romántica pero entendible en todo el mundo. Como prefiero las sociedades abiertas y democráticas aun con todos sus defectos y males antes que las sociedades opresivas y no democráticas por más que garanticen a todos sus miembros un plato de lentejas en horarios fijos desde la cuna a la tumba, pienso especialmente en las sociedades atrasadas donde existen problemas raciales, religiosos, de género, de explotación de la infancia, de crueldad, etc, etc. Sociedades donde la paz no se conoce.

¡Acaso es honesto pedirles desde afuera de esas sociedades a esos congéneres que son como nosotros, mejor dicho que son nosotros, que son cada uno de nosotros en cada uno de ellos, que luchen por mejorar, ya sea por ellos o por sus hijos! Ya lo dijo una gran artista argentina: “Vivir no es darlo todo por comida”. Y a la inversa, ¿es honesto cohonestar esa existencia que en muchos casos es abominación?

Lo grave es que todo ser humano halla consuelo en cualquier sociedad para los males que lo perjudican pensando que siempre habrá otros que están en peores condiciones que él o que sufren mucho más que él. Eso también sucede en la sociedad hispanoamericana, tan propensa a la insolidaridad con los que sufren miseria y pobreza dentro de ella, pero que a la vez se sienten mejor posicionados socialmente que la mayoría de las sociedades africanas, por ejemplo, al punto de considerar que cada una tiene lo que se merece, o que si alguien está mal es por su culpa, etc, etc.

Olvidar que nunca nadie está seguro en una posición o estado definitivo pasible de ser relativamente tolerado contribuye a aletargarnos en el sueño que provocan la comodidad y el placer, aunque éstas pudieran ser en realidad exiguas y aparentes. A la larga se acaba perdiendo los reflejos defensivos, el instinto de conservación, el deseo de superación, las ganas necesarias para luchar y la voluntad para obrar, y por último… el amor, el combustible necesario para la supervivencia humana.

¿Y NOSOTROS QUÉ?

El motivo de esta nota es ayudar a reflexionar acerca de lo que veo que sucede actualmente en Argentina. La agresión cotidiana del sistema, del Estado y de la ley se tolera y se soporta cada vez más pese a los crecientes perjuicios de toda clase que acarrea a nuestra sociedad, siendo que debería suceder justamente lo contrario. Es decir, que todos los argentinos comprendieran la gravedad de la situación y la rebeldía se expresara en una renovada lucha para cambiar esta realidad ignominiosa pues si no reaccionamos estaremos construyendo el tiempo largo de la futura sociedad zombie que nos aguarda ineluctablemente al final. Esa clase de sociedad que cuando se alude a ella en fugaces intelecciones previas a la muerte se lo hace con términos, sensaciones e impresiones  difusas cargadas de pena y arrepentimiento por la cobardía que se ha tenido al no haberse atrevido a hacer lo que era imprescindible hacer en su debido momento.

Y ello sucede en gran medida por el miedo creciente que se desparrama por todas las capas sociales, causa y efecto de la relajación de los principios políticos y éticos imprescindibles para el tipo de sociedad que alguna vez fuimos, la del primer grupo, aunque ella no duró mucho tiempo aunque sí el suficiente para crear una arquitectura sociopolítica sostenible en el tiempo pese a sus retrocesos visibles y ocultos. Sin embargo, hoy esas líneas maestras están en peligro de  desaparición definitiva, o por lo menos por larguísimo tiempo.

El futuro es una sucesión interminable de presentes, por lo tanto es un continuo presente, una función continuada que se debe vivir –por definición- en el aquí y en el ahora. Dejar crecer el miedo, volvernos especuladores, calculadores, egoístas e indiferentes es rechazar el presente por no sentirnos capaces de modificar el futuro. Cuando así obramos nos convertimos en cómplices de un seguro destino de decadencia e indignidad social.

Dejar crecer el miedo es sacar de nosotros y abandonar nuestras responsabilidades individuales y como género humano en el sentido de seguir contribuyendo creciente y creativamente al desenvolvimiento de nuestra humanidad, eso que nos proyecta desde el arcano de los tiempos haciaa un destino compartido de cada vez mayor superioridad moral.

Todos los argentinos deberíamos haber aprendido la principal enseñanza que nos legó la sucesión de fracasos sociales que venimos experimentando desde hace un siglo: que el problema real y de fondo no es la estructura ni el funcionamiento ni los fines del Estado y de la ley, pues ni uno ni otra tienen vida propia, no piensan, ni sienten, ni aman, ni odian.

Nosotros somos padres e hijos del Estado y de la ley. Nosotros los creamos y recreamos constantemente pensando en los efectos positivos, esperanzados en controlar los efectos negativos que sabemos que existen cada vez en mayor medida. Pero queriendo parecer inteligentes, pragmáticos y realistas perdemos los principios y nos volvemos oportunistas, y flexibles. Por ese camino nunca tendremos un futuro feliz sino ése futuro sobre el cual se reflexiona con tristeza, con pesadumbre, con dolor, cuando ya se está definitivamente derrotado como personas, es decir, en nuestra dignidad, y por lógica como sociedad.

Ese futuro anhelado, que debería ser una meta posible en lugar de una utopía, no corre por fuera de nosotros mismos, es decir por fuera de nuestros corazones, nuestras mentes y nuestras voluntades, sino que está en nosotros mismos esperando que hagamos algo, que demos un paso para sacarlo afuera y juntarlo con los anhelos de los otros puesto que son los mismos en todas las personas de bien.

 

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