Comienzo esta diatriba con ese título porque a veces siento que en eso han convertido a la otrora Ilustre Universidad de Los Andes: una burla hacia lo que pudo haber sido una universidad de primera línea a nivel latinoamericano. He sido testigo de esta burla al haber sido profesor de su Escuela de Ingeniería Eléctrica por 18 años, y al observar lo que sucede en mi Facultad y en el resto de la Universidad.
En cualquier universidad medianamente respetable (y con un presupuesto descomunal como el que tiene la ULA) se esperaría que la totalidad o al menos la gran mayoría de sus profesores fuesen personas con el título de doctor; después de todo es el derecho de todo profesor el cursar estudios de doctorado, y es obligación de la Universidad el costearlos. Podría esperarse que los profesores fuesen investigadores activos, cubriendo además las actividades de extensión y docencia prescritas en la ley, y que publicasen su trabajo en las más prestigiosas revistas científicas y humanísticas a nivel internacional.
Pero la realidad es que la Universidad de Los Andes se ha convertido en una red de cómplices unidos por una misma aspiración: la más apabullante mediocridad.
Muchos de mis colegas de la Escuela vivieron la Venezuela Saudita: en los años 70 y 80 el sueldo de un profesor era sencillamente fantástico: los profesores universitarios eran (y hasta cierto punto aún son) objeto de envidia en Mérida. En aquellos años la brisa era fresca y la vida era fácil; sin embargo a muchos de estos colegas los tuvieron que amenazar con el despido para que cumplieran con su obligación de salir a prepararse, en unos momentos en que el profesor podía escoger las mejores universidades a nivel mundial para realizar estudios de cuarto nivel. Algunos salieron bajo el efecto de esta amenaza a hacer apenas una maestría (a veces con el simple objeto de ahorrar para comprarse la quinta) y regresar a Mérida lo más pronto posible, en la mayoría de los casos a hacer exactamente lo mismo que hacían antes de salir, y en otros casos a buscar cargos administrativos que los alejaran de sus obligaciones académicas. Sú única motivación para convertirse en profesores fué la de no salir de Mérida.
Esa misma gente tiene ahora el tupé de exhortar a las nuevas generaciones a “sacrificarse y a no pensar en el sueldo”: según estos mamarrachos hay que trabajar “por amor a la academia y por cariño a la institución”. Por supuesto estos próceres son enemigos acérrimos de todo aquello que represente productividad científica: la sola mención de que alguien es exitoso como investigador (como en el honroso caso de los profesores de la Facultad de Ciencias de la ULA) provoca en ellos reacciones que van desde el bostezo hasta la ira que genera el sentirse superado por otros.
Estos personajes se han enquistado dentro de la universidad gracias a la politización de la misma: hay camarillas que recompensan a sus asociados con cargos que en cualquier otra universidad son detentados por empleados que hacen carrera dentro de la institución, tales como la Dirección de Registros Estudiantiles, la Oficina de Relaciones Institucionales, la Dirección de Mantenimiento, y pare ud. de contar.
¿El resultado? Tenemos “profesores” cuasi-iletrados que solicitan “infórmenes” y que hablan de “estábanos” y “veníanos”, cuya máxima aspiración es estar a cargo de un pool de secretarias y a quiénes el tiempo se les va en reuniones, comisiones, comunicados, etc. etc. etc. La mayoría de ellos no es capaz de producir ni siquiera una guía de estudio para sus estudiantes; por el contrario, en algunos casos los trabajos de ascenso son producidos por estudiantes de pregrado. Aún con los profesores que imparten docencia en postgrado y que alegan algún tipo de productividad hay que tener cuidado: muchos publican como suyo el trabajo de sus estudiantes de pregrado o de maestría. Y entre aquellos que se molestaron en hacer un doctorado hay muchos que desde su reincorporación a la universidad no han hacho nada que pueda llamarse investigación. Y la lista de sinverguenzuras y tropelías podría extenderse aún más.
Por supuesto y afortunadamente, también existen profesores que son orgullo para la Universidad: profesionales de primera línea que hacen que la reputación de la ULA se mantenga a nivel nacional e internacional. Pero lamentablemente son minoría: no hay forma más segura de perder una elección dentro de la Universidad que ponerse del lado de los valores verdaderamente académicos. Es famoso el caso de un aspirante al rectorado de la ULA que dió al traste con sus posibilidades de triunfo al asomar sus intenciones de hacer cumplir con el Estatuto del Personal Docente y de Investigación.
Esta situacion ha hecho que la Universidad haya perdido su ascendente moral dentro de la sociedad: para una institución que tiene más de doscientos años de existencia, y que consume una ingente cantidad de recursos, es bien poco lo que ésta ha dado a cambio a la comunidad: después de todo, si se trata de egresados, también las universidades de garage y galpón los producen. Una universidad como la ULA ha debido ser motor de cambio y progreso para la región andina y para el país: con pruebas de productividad en la mano, la posición de la ULA sería indiscutible a la hora de defenderse ante los ataques que recibe y de exigir los recursos que necesita para su funcionamiento. Pero, lamentablemente, parece ser tarde para aplicar los correctivos necesarios. Y lo más triste es que los que dirigen la universidad parecen no haber aprendido nada.