«Game Over», así despidió la oposición al fallido gobierno de Morsi y los hermanos musulmanes, después de ser derrocados por los militares, tras el ultimatum y las protestas de los últimos días.
El tema da para una larga discusión sobre el estado frágil de las democracias contemporáneas, intervenidas por uniformados, secuestradas por clanes dogmáticos y sumidas al descalabro de la polarización social, como producto de sus contradicciones políticas.
Aquí no es recomendable caer en un terreno de buenos y malos. Equivocados fueron los manejos del presidente depuesto, así como las decisiones radicales de quienes decidieron sacarlo a la fuerza del poder.
Es muy fácil pararse desde una tribuna lejana y comenzar a repartir culpas y responsabilidades. Por lo visto, tres son las razones del fracaso anunciado del sucesor de Mubarak: el fiasco de su gestión económica, el sectarismo de su alianza islámica y la incapacidad de asumir verdaderos cambios en sintonía con las demandas de la población diversa.
Salvando las distancias, no es diferente al clima de crisis de la Venezuela actual, con una gran diferencia. Nuestra sociedad civil se sumerge en la apatía y la indiferencia, siendo superada por la complacencia de las cadenas de mando y los jefes de cuartel. Institucionalmente no existe mayor contrapeso. Por consiguiente, la hegemonía puede obrar y crecer a sus anchas.
En cierta forma, uno envidia la conciencia y la determinación de los huelguistas del Brasil y medio oriente. A su manera, rechazan la imposición de un pensamiento único.
Lástima porque sus representantes traicionan sus expectativas.
Ojalá se equilibre la balanza a futuro. Por lo pronto, Egipto nos devuelve una imagen de lo mejor y lo peor de nuestros sistemas republicanos, dominados por intereses despóticos.