V. y yo nos ganamos unas entradas para ver “Before Midnight”, de Richard Linklater, en una función especial. Es la última parte de una trilogía que comenzó en 1995, protagonizada por Ethan Hawke y Julie Delpy. Tenía muchas ganas de verla porque a través de los años, esta historia ha presentado varias de las reflexiones más inteligentes y honestas que el cine haya hecho sobre el amor y la compleja dinámica de las relaciones.
A pesar del profundo cinismo de nuestros tiempos y de la enorme popularidad del divorcio, seguimos apostando a la pareja. Aunque “All you need is love”, como eslogan de la cultura pop, ha sido repetido hasta convertirse en un cliché más cercano a la autoayuda y la sabiduría Hallmark que a una verdad profunda, continuamos creyendo en conseguir a alguien con quien compartir nuestra vida.
La trilogía de Linklater es relevante, entre otras cosas, porque intenta descifrar la misteriosa conexión entre dos personas que parecen destinadas a estar juntas a pesar de la distancia, el tiempo y la cultura. ¿Es posible amar a alguien para siempre desde el primer día? ¿Puede una relación transformarse y renovarse en el tiempo? El capítulo final no ofrece respuestas sencillas, no porque no quiera darlas, sino porque evita reducir la vida de sus personajes a los estereotipos del romance cinematográfico. La mayoría siempre espera un final feliz, pero todos sabemos que la realidad es demasiado complicada para exigirle garantías de felicidad eterna. El amor y la pasión deben estar dispuestos a pelear batallas en las cuales su supervivencia no está garantizada. Frente a la incertidumbre hay que atreverse a luchar por lo que se ha elegido. El verdadero compromiso es la voluntad de volver a intentarlo por encima del absurdo y el cansancio. No existen fórmulas, el futuro permanece abierto.
Entre tanto, en el frágil tejido de lo posible, en medio de los innumerables rituales y conversaciones que abarcan casi veinte años, Celine y Jesse reflejan nuestra necesidad de conectarnos, el deseo de reconocernos en el otro, de compartir un espacio y construir un mundo propio. De descubrir que la verdadera felicidad siempre es compartida y que en la compenetración hay trascendencia. Construir la confianza en el tiempo y la amistad en la experiencia, en momentos bien vividos que te elevan y te hacen mejor de lo que eres.
La pieza central es el diálogo, el poder es de la palabra como mediadora de lo interno, sin máscaras ni filtros, la que habla de lo que no queremos decir, de los secretos y las vergüenzas, del pasado que nos expone y nos hace vulnerables. La verdad como elección, porque lo que de ella surge trasciende la posibilidad del riesgo. El verbo del amor puede herir pero nunca mentir. Linklater tiende trampas y recorre laberintos, en una especie de prueba que intenta abarcarlo todo. La literatura, la música, la filosofía, la política, pero sobre todo la vida. Lo que pasa es el mayor desafío de las expectativas, la memoria es la huella de otras caídas. Conectarnos es revelar nuestras circunstancias y reconocernos mutuamente. Si el amor quiere vivir debe enfrentar sus propias dudas y la constante amenaza del futuro. La posibilidad del fracaso no puede ser motivo suficiente para no intentarlo.
Cuando terminó la película y volvíamos a casa hablamos de muchas cosas. Esta trilogía tiene la capacidad de hacerte reflexionar sobre temas importantes, al menos para nosotros. Fue en ese momento que pensé en escribir estas líneas acerca de lo maravilloso que es el cine, como arte y como expresión que trasciende el simple entretenimiento. Es una de las mejores distracciones que el ser humano ha creado porque nos permite realizar la fantasía de sumergirnos en otras vidas, pero es mucho más que eso. La magia no es solo poder divertirse sino encontrar un poco de sentido en un mundo demasiado complejo que frecuentemente nos desborda. Es un espacio en el que es posible disminuir la velocidad, alejarse del ruido innecesario y dedicarle tu atención a una historia capaz de conmover y maravillar. En el cine siempre podemos recuperar el asombro y la emoción por la vida, incluso por aquello que ya nos resulta desgastado y cotidiano.
No sé si Celine y Jesse regresen alguna vez, tal vez dentro de 20 o 30 años, para exhibir su amor en la vejez, como hicieron Anne y Georges en Amour. Lo cierto es que estos momentos, estas horas que vivimos con grandes personajes, permanecen en el tiempo. Trascienden la pantalla como símbolo de nuestra fascinación por las vidas de los otros, donde siempre vemos reflejados nuestros miedos, sueños y deseos. Como un espejo de lo que somos pero también de aquello que es posible.
Ah!, pero qué belleza de descripción!, precisamente andaba pensando en cuál película valdría invertir mi tiempo, mente y emociones. Intentaré con esta trilogía, gracias.