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Mi vida, a través de los perros (LVII)

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Por más que uno quisiera desligarse de la realidad que lo rodea, es imposible hacerlo. Los hechos están allí, te acosan, te agobian, y por más que trates de ignorarlos y pretender que no te afectan, lo cierto es que condicionan tu vida. Yo traté de crear una burbuja en donde encerrar y poner a salvo a mi pequeña familia, pero fue en vano. Mis intentos de salvaguardar la paz al menos en su interior fueron inútiles. Mi familia de desmoronó, y no puedo dejar de achacarme la culpa: si hubiera cedido tal vez eso no hubiera pasado. Pero mi terquedad, mis temores, o para decirlo de una manera más tajante, mi pusilanimidad, fueron más fuertes.

El evento disparador de los acontecimientos posteriores fue el carro-bomba que detonó en un gran centro comercial de la ciudad. Helga había acudido a él, con la niña, a dejar un cuadro que le habían encargado en una elegante galería que estaba recién inaugurada. Ya lo habían hecho, y estaban paseando mientras comían un helado a solicitud de Aurora, cuando un estruendo espantoso las sorprendió, como a todas las demás personas que estaban allí. En un principio pensaron que era un terremoto, pues se sacudió con fuerza la estructura del edificio. Todo fue un caos, a partir de ese momento, y Helga decidió refugiarse en un baño mientras pasaba el alboroto. Aurora lloraba, presa del pánico.

Ese fue el punto de quiebre. Cuando pudo por fin salir del lugar, se presentó en la tienda con un ánimo terrible y lanzándome una mirada acusadora, como si yo hubiera tenido la culpa de la explosión, me dijo:

-Tomás, ya es suficiente. Ahora mismo compras los pasajes para irnos del país. Hoy por poco morimos, ya esto no se puede aguantar.

Pensé en replicar, pero de antemano sabía que esa batalla estaba perdida. Sólo atiné a responder:

-Está bien, Helga. No voy a forzarte a permanecer aquí en contra de tu voluntad; quisiera prometerte que todo va a cambiar pero sería una gran irresponsabilidad de mi parte. Eso sí, se van a tener que ir solas. No tengo la fuerza suficiente para acompañarlas, y por otra parte no puedo abandonar esto así, de la noche a la mañana. Tengo responsabilidades, sabes.

La mirada de decepción de mi mujer se me quedó grabada, y puedo reproducirla a voluntad, es más, se reproduce sola a menudo, para hacerme sentir miserable. No contestó nada, se dio la vuelta y regresó a la casa a comenzar el proceso de recoger y empacar.

A menudo pienso que de todas las malas decisiones que había tomado en mi vida esa fue la peor. He debido vender todo, y acompañar a mi esposa y a mi hija a empezar una nueva vida, pero debo confesar que fui cobarde, que me aterraba esa perspectiva, y por otra parte no tenía ni argumentos ni fuerza para detenerlas. Así que hice los trámites con la agencia de viajes, resolvimos el papeleo correspondiente para permitir el traslado de Aurora, y Helga se encargó de preparar todo para su partida. Como es de esperarse, ese período no fue nada agradable. Yo trataba de tener el menor contacto posible con mi esposa ya que ella había desarrollado hacia mí un sentimiento que al principio era de decepción pero iba acercándose con rapidez al rencor. Y Aurora ya estaba en edad de comprender que algo fuera de lo común estaba pasando. La única tregua que nos dimos Helga y yo fue para conversar con ella, y explicarle de una manera que pudiera comprender lo que venía a continuación. Nos miraba casi sin parpadear, sus ojos eran signos de interrogación. Sólo logró preguntar:

-¿Entonces papi no se viene con nosotras? ¿No lo voy a ver más nunca?

No sé como pude frenar el llanto, y tampoco sé como pude no ceder en ese momento. Helga salió a controlar la situación explicando:

-Papi tiene que quedarse a cuidar la casa y la tienda, y a los perritos, no pueden quedarse solos, ¿verdad?

-Pero nos los podemos llevar…

-No, pobrecitos, allá hace mucho frío, y hay nieve. Te vamos a comprar un perro que esté acostumbrado.

-¡Yo no quiero otro perro! ¡Quiero a Byron, a los Beatles y a la perra tonta!¡Y no quiero estar sin mi papá!

Llegamos así al momento álgido. ¿Cómo explicarle lo que tampoco nosotros sabíamos? La situación era ambigua, en ningún momento nos habíamos planteado Helga y yo algo drástico en cuanto a nuestra situación legal. Aunque ella estuviera enfadada  de una manera absoluta conmigo, en el fondo no había dejado de quererme, y yo la seguía amando como desde el principio. Pero lo que nos venía encima era muy fuerte, la separación y la distancia podían resquebrajar nuestra relación ya debilitada por los acontecimientos. Hice algo terrible, le mentí a mi propia hija:

-No te preocupes, Aurora. Es por un tiempo nada más. Cuando haya podido resolver algunos asuntos pendientes, las alcanzo allá. Y veré si puedo llevarme a los perros.

Los ojos de la niña se iluminaron con la esperanza, mientras en los de Helga se desarrollaba una tormenta.

Mudanza y despedida son las dos palabras que más me angustian y me aterran. Y me estaban circundando, rodeando, acorralando. Cada vez estaba más cerca el momento de esa mudanza tan temida, y de la despedida incierta, de la que no conocíamos el término. No sabíamos si era temporal o iba a resultar definitiva. Lo más triste es que todo estaba en mis manos: con un poco de fuerza de voluntad hubiera podido resolverlo. Pero no ocurrió así, y todavía lo estoy lamentando. En mi defensa sólo puedo alegar que tenía la firme convicción de que las cosas en el país se iban a arreglar, y que en el mediano plazo mi familia volvería a reunirse conmigo.

En cuestión de un mes ya estaban los hechos casi consumados. La ropa y las pocas pertenencias que iban a llevarse recogidas, los pasajes de ida comprados, las reservaciones listas. Solo estábamos esperando que que llegara el día definitivo, el que iba a marcar el comienzo de una nueva etapa de mi vida. La más oscura.

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