Mi vida, a través de los perros (LVIII)

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El aeropuerto, con su piso cinético y su tráfico incesante de pasajeros y maletas, fue el escenario de la despedida más triste que hubiera protagonizado en mi vida. Cumplidos los trámites aduanales y entregado el equipaje en la taquilla de la aerolínea sólo nos tocó esperar, con ojos que malcontenían el llanto, la llamada a la puerta 17, por donde abordarían  la aeronave que las alejaría por tiempo indefinido de mi lado. Aurora estuvo sentada en mis piernas todo el tiempo, abrazada a mí como si fuera el salvavidas en un naufragio. El momento final fue desgarrador, como es de imaginarse: la niña se soltó de mí como si se estuviera desprendiendo de una capa de piel. Helga mantuvo una actitud de cortés frialdad hasta el final, cuando al darme un abrazo se desplomó por un momento pero luego pudo recomponerse para no impresionar a Aurora. Saber que mi mujer albergaba ese resentimiento hacia mí me hizo sentir como una basura, pero ya era tarde para reaccionar; mi decisión, mala, terrible, estaba tomada, y no pensaba dar marcha atrás.

Las desgracias suelen venir emparejadas: no era suficiente con que se marchara mi familia. Al poco tiempo Byron, que venía presentando una cojera leve hacia meses, comenzó a dar muestras de dolor al caminar, actividad que al parecer le costaba muchísimo. Lo llevé al veterinario y el diagnóstico fue displasia de cadera, una enfermedad degenerativa y que estaba en un estado avanzado. Eso significaba que el perro sufriría dolores intensos hasta llegar a la total inmovibilidad. Y lo peor fue saber que no existía cura para ella, sino paliativos para disminuirle el dolor. El veterinario me sugirió con mucho tacto la única solución posible, pero de momento no estaba preparado para otra pérdida y decidí darle largas por un tiempo. Sin embargo el deterioro de mi perro fue tan acelerado que tras un par de meses lo llevé otra vez, sabiendo que no regresaría a casa conmigo. Ese día lo consentí como nunca antes: le compré medio kilo de carne molida, que comió con mucho esfuerzo, y estuve todo el tiempo con él, tratando de demorar lo más posible el fatídico momento. Parecía entender que algo se aproximaba, pues me interrogaba con la mirada y se me ponía muy cerca, buscando mi protección. Cuando no podía esperar más, lo cargué con la mayor delicadeza posible, lo acomodé en el asiento trasero de la Range, y lo conduje en su último paseo en automóvil. Lo entregué al veterinario como se le entrega un condenado a muerte a su verdugo. Byron me miró como reprochándome el abandono, o por lo menos eso me pareció dentro del sentimiento de culpa que estaba desarrollando. Sin embargo era lo mejor que podía hacer; dejarlo vivir así era absurdo y cruel.

La pérdida imprevista de Byron terminó de quebrarme: me la pasaba inmerso en una depresión profunda, que no sabía manejar, y busqué un paliativo en la bebida. La cosa empezó de a poquito; al cerrar la tienda, un par de veces a la semana, evadía la tristeza de llegar a mi casa vacía de gente pero llena de objetos y recuerdos, y daba alguna vuelta por el bulevar cercano; me detenía en algún local y pedía una cerveza, al principio. Cada semana el número de días de evasión aumentaba, así como la cantidad de bebida. Terminó siendo un asunto cotidiano. Más adelante ya no esperaba a que fuera la hora de cerrar: mi rutina consistía en ir al negocio a la hora de apertura, esperar que fueran las 12 para que comenzaran a abrir las tascas que estaban cerca, e instalarme desde esa hora en la barra de alguna de ellas, a tomar hasta que me echaran, al principio de buenas maneras pero poco a poco más violentamente pues me estaba convirtiendo en un borracho pendenciero. Más de una vez desperté dentro de la tienda, sin saber cómo había llegado allí, hediondo a licor y a cigarro, a veces pintarrajeado del labial de quién sabe qué mujer que se me atravesaría en el camino, con la cabeza explotando del dolor, y el remordimiento latiendo adentro, fuerte.

Esta situación comenzó a salirse de control, ya que estaba dilapidando los ingresos de la tienda en ese proceso de autodestrucción. Cada vez mis envíos de dinero a Helga, que habíamos acordado serían mensuales, se iban haciendo más esporádicos, y las cartas e incluso telegramas de reclamo se acumulaban en el escritorio. Y mi reputación estaba cayendo en entredicho, dentro del pequeño círculo de amistades, clientes y colegas que aún mantenía.Un día mis dos empleados me encararon con mucha seriedad, y tuvimos una durísima conversación. Era impresionante la madurez que habían alcanzado: me hicieron ver que mi comportamiento era  nocivo tanto para mi vida privada como para mi negocio, y que eso los estaba afectando de manera directa. Me pusieron un ultimátum: si no cambiaba mis hábitos, renunciarían a sus empleos. Me sugirieron que buscara ayuda en alguno de los grupos que se dedicaban a ello; sin embargo les dije que no tenía ningún problema, y que podía controlar mis hábitos en el momento que quisiera hacerlo.

Por un tiempo pude mantener bajo control mis ansias de beber, o por lo menos eso pensaba hacerles creer. La verdad es que, aunque ya no frecuentaba los bares con tanta frecuencia, siempre tenía a la mano una botella de licor y me daba un trago a cada rato, a escondidas, como el adolescente que fuma de manera clandestina. Me traicionaba, por supuesto, tanto mi aliento etílico como mi andar errático. Entonces uno de ellos me llevaba un café cargado y me reprendía duramente, renovando las amenazas anteriores. Por supuesto yo juraba que eso no iba a repetirse, y reiteraba mi convicción de poder salir de eso en el momento que quisiera. Pero era evidente que eso era una gran falacia. Solo no iba a poder, necesitaba la ayuda de alguien con suficiente poder moral sobre mí que me condujera por el camino a la sanación tanto fisica como espiritual.

Una mañana cualquiera, esa persona cruzó el umbral de la puerta del negocio.

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