Por allá en el setenta y cinco me recayó la tarea de ir con Belén María a la iglesia. Todos los domingos.
Primero fue mi hermana mayor, que por alguna razón que no recuerdo, se cansó de ir y yo sucumbí al soborno de los cinco centavos que me ofreció mi abuela y que me servirían para ir a gastarlos en la bodega de “El Gordo” un tarantín desvencijado que quedaba diagonal al cementerio municipal. Seguro que era una botella de frescolita Golden Cup lo que iba a comprar. Acariciaba la idea de comprarme un aleado, pero me desalentó la imagen de El Gordo sacándolos del frasco con esas uñas largas de loro, amarillas de nicotina y suuucias.
La mamá de mi mamá, era católica rabiosa, con ciertos matices fundamentalistas y las cosas de Dios se las tomaba en serio. Por esa razón, cada domingo sacaba su mejor vestido, se aplicaba su capa gruesa de Brylcreem y a mi me hacía ponerme una falda tiesa de poliéster con arabescos verdes que yo simplemente odiaba. Antes de salir, Belén María me recordaba que repasara la lista de pecados para la confesión. Así fue como el cura, ese perfecto desconocido de los domingos, se enteró entre otras cosas, que yo robaba mangos de un terreno abandonado, que me ponía los sostenes de mi hermana mayor y los rellenaba con papel toilette y que amamantaba las muñecas de plástico en mis eventos imaginarios de recién parida.
Al principio, no tenía problemas en compartir mis pecados con esa figura tan respetable de Los Teques, también conocido como “El Pilluelo Loco”, pero después de contarle que le dije a mis compañeros de clase que me habían comprado una pelota eléctrica -me imagino que la enchufaba y empezaba a rebotar sola- y que yo era prima hermana de la gimnasta rumana Nadia Comaneci, ya no me quedaba mucho en la lista.
Belén María no cesó de presionar para que confesara mis pecados todos los domingos, y yo que había probado todos los sabores disponibles de la Golden Cup, caí en cuenta que mis posibilidades se iban agotando. El Gordo vendía cigarrillos Belmont, crisantemos para los muertos, un aguardiente capaz de perforarle el estómago a un elefante, y chucherías como: buñuelos, cortados, aliados y conservitas de coco, pero no me las metía a la boca ni a balazos, así que a falta de incentivos, empecé a buscar la manera de secarle el cuerpo a las citas de los domingos.
Mi abuela no abandonaba el tema y en una oportunidad, me aventuré con la pregunta que me estaba bailando en la cabeza desde hacía algún tiempo. ¿Porqué le tengo que confesar mis pecados a una persona tan propensa a cometerlos como yo? ¡No blasfemes muchacha! Me respondió sacudiendo la cabeza y ya estresada por mi insistencia, me lanzo una bofetada.
Esa bofetada fue el telón y la excusa que me cayó del cielo. Nunca me confirmé, y me aseguré de casarme la veces que fuera necesario, pero no en la iglesia, sino en la prefectura.