Un robo más en Caracas

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Hoy me robaron el anillo de matrimonio. Si hubo algún objeto cercano a mí fue precisamente ese aro: durante 26 años, casi sin interrupción, estuvo ocupando la falange del dedo anular de mi mano derecha, en donde me lo colocó Mary el día en el cual nos casamos. El dedo presenta una marca, un adelgazamiento en esa zona. Un surco. Ese surco me recuerda que el símbolo de una de las mejores cosas que me ha pasado en la vida está ahora en poder de un malandro cualquiera, pero por poco tiempo. Quizá ya se deshizo de él. Será fundido, seguramente, y transformado en alguna otra cosa que nada tendrá que ver con su significado anterior.

Con todo y lo que representa el anillo, creo que en el momento lo que más me dolió fue la impotencia. La escena, típica: una cola interminable, los carros pegados parachoque contra parachoque, y un pequeño corredor por donde se mueven los motorizados. Estoy escuchando cualquier cosa en la radio, tal vez el final de «Los pasos perdidos». No ese programa ya terminó; ahora estoy oyendo a Vladimir Villegas haciendo la cuña del Lee Hamilton, y pienso que hace añales no piso ese restaurant mientras espero que el vehículo de adelante se decida a rodar otro poquito. De pronto siento que alguien golpea el vidrio de la puerta del copiloto. Volteo mi cara para ver que sucede, y el parrillero de una moto me hace una señal indicando que quiere mi anillo. En un primer momento no entiendo, y los gestos del hampón se hacen más insistentes, y señalan hacia su cintura. Me cae la locha, pero me resisto, durante una fracción de segundo; entonces el individuo, molesto, busca algo en un bolsito que carga el conductor de la moto guindado de su espalda. Decido entonces que mi vida vale más que la apuesta sobre si anda en realidad armado (aunque creo que la hubiera ganado) y con resignación me saco el anillo, abro el vidrio y se lo entrego. Le endilgo un mudo «el coño de tu madre», a manera de despedida. Me mira con indiferencia y la moto arranca a la velocidad que le permite el tráfico. Y yo me quedo como un insigne pendejo, sintiendo la ausencia de mi anillo, sintiéndome un poco estúpido, sin poder hacer absolutamente nada para proteger mi propiedad.

Hace poco, menos de un mes, a mi esposa le pasó lo mismo: ella sí vio el arma, a ella el ladrón la amenazó con «volarle el coco». Pude tomar la determinación de quitarme el anillo en ese momento y guardarlo en una gaveta. Pero decidí no hacerlo: hubiese sido como robármelo yo mismo, privándome de la sensación que me brindaba por puro miedo al robo, por la maldita precaución que nos impone esta ciudad inhóspita y a la que nos estamos acostumbrando demasiado. Decidí probar mi suerte, y perdí. Tan sencillo como eso. Ahora me consuelo pensando que al fin y al cabo era tan sólo un pedazo de metal. Un muy querido pedazo de metal.

4 Comentarios

  1. La total y devastadora sensación de que uno sencillamente no puede hacer nada. Son los intocables. Que desgracia.

  2. Y que Dios te libre de pensar siquiera que a esas lacras hay que meterlas en campos de concentración y volverlos jabón. Dios te libre… dirán que eres un fascista, cuando en verdad lo que estás siendo es un buen primate.

  3. Mira, te leo y se me revuelve la caca. Sorry por la expresión. Me recuerda la historia de mi hermano a quien hace poco lo robaron, el mismo modus y el mismo sentimiento de impotencia. Que desgracia! pero estás vivo y tienes a Mary.

    Un abrazo

  4. Sr. Ferri gracias por compartir su lamentable experiencia. Aprendiendo en cabeza ajena, ya guardé (guardamos) los anillos … no hay mucho mas que se pueda hacer ; por los momentos.

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