THE GREAT GATSBY (2013) de Baz Luhrman: Persiguiendo la luz verde al final del muelle de Hollywood.

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Todas las hermosas cosas brillantes se desvanecen tan rápido… y no volverán.

 

Steven Spielberg dijo alguna vez “Nunca sentí que la vida fuera suficientemente buena, así que tuve que embellecerla.” Para mí, esto es lo que Hollywood significa. No temer imaginar la belleza imposible y proyectarla en nuestras más grandes ficciones. Creo ampliamente en las palabras de Spielberg, y creo ampliamente en aquellas películas que son capaces de lograr eso; aquellas películas que no temen ser bellas por encima de todas las cosas. Cada vez que Hollywood, hace una película con semejantes características (porque principalmente Hollywood es quien mejor sabe hacerlo) respiro aliviado, restablezco mi fe, y entiendo que aún quedan personas que creen en la belleza.

Pero “Gatsby, ¿Cuál Gatsby?”. La película de Baz Luhrmann que se presenta con el dudoso honor de ser la cuarta adaptación cinematográfica de la novela homónima de Francis Scott Fitzgerald, un clásico de la literatura norteamericana y lectura obligatoria para los adolescentes en Estados Unidos en su paso por la secundaria. Intento escribir una crítica que le haga justicia a la película, pero que también sea capaz de demostrar mi fe por un viejo ideal de Hollywood. Luego pienso en Jay Gatsby, y en la novela de Fitzgerald que para muchos es una alegoría nostálgica del sueño americano y su muerte. La novela es sobre la muerte de una fe. En muchos aspectos, creo que la versión de Luhrmann también recrea otra clase de muerte nostálgica. Ya no la del Sueño Americano, si no la del sueño hollywoodense, con todo su romanticismo y sus excesos enfrentándose a audiencias incrédulas y críticos cínicos. Un canto del cisne entre el pasado y el futuro, abogando por un tipo de cine que ya no parece tener lugar hoy en día a pesar del 3D, la banda sonora anacrónica hip hop y pop, y la hiperrealidad en alta definición. The Great Gatsby con toda su posmodernidad estridente, no deja de ser un producto anticuado, clásico, que para muchos resultará empalagoso y acartonado y para algunos pocos, una rara avis que reluce con un brillo glorioso imposible de rescatar. Porque Hollywood ya no cree en el amor. Y Hollywood ya no cree en el amor, porque su público ha dejado de hacerlo. Y si no creemos en el amor, difícilmente amaremos la belleza. La luz verde se apagará inexorablemente.

Jay Gatsby, interpretado por DiCaprio, es un mito, una ficción en torno a la cual los habitantes de Nueva York crean agrias leyendas y cínicas conjeturas que intentan explicar su repentina riqueza y popularidad durante la década de los 30. Nick Carraway (Tobey MacGuire) será el narrador de la película, quien desde lo que parece ser una casa de retiro intenta liberarse de sus excesos (alcoholismo, principalmente) y cumplir el propósito de contar la historia de su amigo Gatsby. Yace en este prólogo un elemento fundamental en las películas de Luhrmann: alguien tiene que contar la historia, para que esta sobreviva. Entonces también tendremos el Gatsby narrado por Carraway, encumbrado por la disimulada (a veces no tanto) fascinación homoerótica que le despierta el personaje desde el primer momento que lo conoce (con fuegos artificiales chisporroteando mientras él admira la sonrisa de su desconocido vecino). Y aun conociendo a Gatsby en palabras de Carraway, su encanto permanece inalterable y su tragedia conserva la nobleza. Luhrmann está tan maravillado, al igual que Carraway, por el encanto de Gatsby que cada plano, cada movimiento de cámara, cada canción que acompaña las imágenes reflejan amor por el exceso y cierto asombro por las superficies.

¿Pero es Gatsby una película superficial como muchos critican? Si y no. La película retrata una era vacía, y a una serie de personajes circunscritos a sus vidas de opulencia, fiestas desenfrenadas, licor abaratado y falso progreso maravillados por sus cuidados jardines del West Egg y por las grandes mansiones de la costa Este ajenas a la suciedad y la pobreza; y lo hace con fascinación por este mundo. Aunque ocasionalmente muestra unas pequeñas viñetas de la miseria en el Valle de las Cenizas, un desierto de hollín y trabajo duro vigilado por el cartel publicitario de un oculista, dos ojos inmensos que vigilan el lugar como “los ojos de Dios”. Empapada de la idiosincrasia de los mismos personajes, la propia película es también un artificio escapista que encubre la tragedia que se mueve por debajo, esa tragedia producto de la imposibilidad de Gatsby de entender que su sueño incorruptible de repetir el pasado será su caída. Gatsby, tal como narra Carraway, tiene una alta visión de sí mismo fijada en su amor hacia una mujer, Daisy Buchanan (Carey Mulligan), casada con el multimillonario y famoso jugador de polo Tom Buchanan (Joel Edgerton) a la que conoció cinco años atrás pero con la que no pudo casarse por no tener una posición acomodada. Un amor correspondido, a pesar de las dificultades obvias, pero que sin embargo resulta imposible para Gatsby porque no puede encajar dentro de sus altos y anacrónicos ideales en el centro de una moral corrupta y cruel. Daisy no puede amarlo como él quisiera ser amado, y aunque ella sucumbe a su encanto también siente celos por su marido y sus infinitas aventuras con otras mujeres. El amor de Daisy es volátil, mientras que Gatsby nuevamente es un anacronismo en su forma de amar. Es posible que entre los años 20 del siglo 20 y los años actuales de nuestro presente siglo, se comparte una misma lógica, quizás una misma frialdad, en torno al amor y los ideales por lo cual resulta mucho más cómodo afincarse en la decadencia y el exceso que encubra tantas carencias. Porque finalmente aquellas épocas que viven embelesadas por el vacío amarán el exceso, y la mayor decadencia es la que te hace desear querer formar parte de ella.

Actualmente muy pocas películas se atreven a presentar su personaje protagonista ya bien avanzado el metraje, y construyendo así su ficción a través de las palabras de otros que dicen haberlo visto o haber escuchado sobre él. Es lo que Orson Welles hace con Ciudadano Kane (1941), u Otto Preminger con Laura (1944), distanciarse del “yo” y repartir la interpretación de un mismo personaje a partir de una visión colectiva. Esto sucede en la película de Luhrmann, y es otro guiño al pasado del cine. Luego prevalece la visión de Carraway, pero sigue siendo una interpretación ajena. La modernidad está acostumbrada al ego y a su sonora necesidad de re-nombrarse y auto-promocionarse. Siempre hay un cierto asombro ante un personaje de ficción contado desde los ojos y las palabras de otro que lo conoció, o intentó hacerlo. Nos sentimos inseguros ante la fidelidad de esta perspectiva, porque suponemos una visión sesgada. Pero olvidamos que incluso los relatos en primera persona también son visiones sesgadas, donde un “yo” que omite o elige episodios que deben ser contados, o incluso magnificados, entregará una historia igualmente falseada. De cualquier manera contar la historia, es construir una ficción que más que intentar ser justa con la realidad, es justa con los sentimientos que impulsan la necesidad de que esa historia sobreviva al olvido. Hollywood cuenta historias que prevalecen por encima de los discursos. Al menos ese es el engaño inicial, y para un cultor del cine clásico hollywoodense como lo es Luhrmann esto tiene una intención doble: fidelidad nostálgica con una visión de su película fijada en el pasado del cine, desde el lugar de su contemporaneidad; y la ironía de cultivar imágenes preciosistas y brillantes, allí donde una ficción es inaudita únicamente gracias a que existe en una pantalla de cine. Una película que no pretende ser realista, una película que intencionalmente se expone como mecanismo de ficción con la intención de lucir artificiosa. Una trampa, como cualquier producto nostálgico. Pero un engaño lúcido.

Y finalmente está esa íntima conjunción entre decadencia y nostalgia. Es inevitable no asociar el destino trágico de Gatsby con Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950). En ambas películas hay un cadáver en la piscina, pero también hay un personaje que es incapaz de superar su alienación por el pasado. Personajes que no son conscientes de que están más allá de ese pasado, y de que lo que asumen como esperanza no es más que añoranza. Incluso Carraway retrata a Gatsby y Daisy con una cámara, y se atreve a preguntarles si están listos para un close-up. Otro guiño que revela muy brevemente el engaño que Luhrmann supo construir. La decadencia puede ser bella cuando descubrimos su amor por la nostalgia. Es bella porque su tragedia es la imposibilidad de obtener algo irrecuperable, que en primera instancia nunca fue suyo. La luz verde en el muelle está destinada a desaparecer. Pero su parpadeo visto a distancia, denuncia que no dejaba de ser una luz sobredimensionada. Una pequeña e inútil luz que solo significaba algo valioso para alguien que amaba su imposibilidad. No se puede atrapar una luz con ningún puño cerrado. No se puede recuperar el pasado, y si intentamos repetirlo la fortuna irá en nuestra contra. Gatsby no lo comprendió, y Carraway lo sabe. Pero la grandeza de Gatsby es tal, que siempre fue superior a sus sueños obsoletos y al igual que las cosas brillantes estaba destinado a desaparecer demasiado pronto. Quizás este sea también el destino de un tipo de cine que ya tuvo su close-up, y que se va desvaneciendo entre breves relumbres alimentados por unos pocos creyentes.

 

GUILLERMO LÓPEZ MEZA

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