Hace las veces de bar, cine foro y espacio de tertulias. Actividades
todas esmeradas en mantener viva la revolución bolivariana, el
recuerdo y legado de Hugo Chávez y cuanta figura de izquierda haya
concebido América Latina. Más allá de El Cuartel de la Montaña y la
Academia Militar, reside en Altamira este epicentro de la melancolía
roja que, con horario de cenicienta, celebra, plañe e idolatra a un
muerto que renace cada noche
RM
Era sábado por la tarde y las calles de Caracas presumían del abandono transeúnte que provoca la dupla de un feriado y fin de semana largo. Más no era un sábado cualquiera: se cumplían cuatro meses de la muerte de Hugo Chávez —la fecha concreta fue el viernes 5 de julio, pero en este lado del Trópico hasta los duelos saben que un puente se respeta— y lo que otrora era la poco concurrida Tienda del Cine, es hoy la novísima y muy frecuentada Patana Cultural.
A primera vista, La Patana aparece como una taberna sencilla. Pero al adecuarse la vista a la penumbra se descubren detalles más que curiosos. Se vislumbran mesas de madera oscura y barnizada con frases talladas de Fidel Castro, el Che Guevara, Joan Manuel Serrat y el finado Chávez; retratos de los personajes de marras a contraluz al lado del dibujo de un Cristo que ríe a carcajadas, y fotos de cofradías musicales reunidas en quién sabe qué ocasión que fue meritoria para congelar el momento en una imagen. Local sobrio a primera vista, sí; que a segunda y tercera deviene en un coctel cristiano-comunista (paradoja estimulante) de jolgorio, roja camaradería y nostalgia de esta y todas las revoluciones latinoamericanas.
La barra de La Patana tiene banderas de Venezuela, botellas de ron y cocuy y un letrero blanco con letras rojas que advierte que no hay punto de venta. Apenas cayendo la noche, un grupo de jóvenes se ubica en una mesa próxima a la barra donde está tallada la frase que reza «Solos somos la gota; juntos el aguacero», firmada por el difunto líder que, entre tanto epíteto dionisíaco, esta vez es solo «el Arañero».
Como si recordarlo fuese una ordenanza bíblica, Hugo Chávez está hecho un gigante en el muro amarillo que divide los sanitarios. En fotografías de sus mítines masivos, el comandante le sonríe a las vejigas llenas de los clientes que, a medida que avanzan las cervezas o el cocuy, frecuentan más los baños. La luz no abunda en el local, y una pantalla repite, incesante, videos en mute de concentraciones oficialistas con fogonazos de consignas de la revolución —que en algo y nada se parece a la francesa— como «ternura»; «fidelidad» e igualdad».
La programación anuncia al arpista Leonard Jácome, quien ataviado de un jean y una camisa de vestir con el metro de Londres estampado, espera, cocuy en mano, el momento de entrar en escena. —Pero tú eres chavista, ¿no? —Le pregunta un hombre a Jácome mientras analiza, de arriba abajo, su camisa.
—¡Claro! —contesta el músico cuya expresión se pasea entre pena y obviedad.
La liturgia de las nostalgias cede paso a recordar al «Comandante Eterno”. La clientela voltea hacia la tarima donde un hombre de pelo rapado entona en su teclado una grácil y tierna melodía, mientras una mujer de algo más de veinte años anuncia la lectura de un poema dedicado al fallecido Presidente, por un mes más de su partida. La sinfonía absorbe la atención de los juerguistas, ahora mutados en afligidos deudos mientras la dama, con voz quebrada, da inicio a su lectura:
(…) Hugo, permíteme que te llame por tu nombre, que te nombre y que me nombre, que nos una el combustible que alimenta este fuego, el combustible que te hizo liberar a los pájaros atrapados, que te enamoró de la Rosa Inés y que te llevó por los caminos, arañero y punta de Maisanta, que te diseñó para que vivieras con ansias, que te uniformó de verde y te confundió con la montaña, que te llevó a Presidente, hombre, soldado, pueblo y patria. Tú eres de esos hombres que las mujeres amamos con locura. Porque cómo se concibe un hombre así en estos países donde las mujeres éramos como un mueble, parecido a la lavadora, o algo de línea blanca; nos restregábamos para que no se viera el sucio. Te costaba entender como todos, pero tú tienes sueños, los tienes en el primer anillo. Nos hablas de estudiar, nos buscas en la batalla, nos resucitas en la historia: somos tus mujeres, indias, mestizas, negras…
Los aplausos se apoderan de La Patana mientras una mujer, tan joven como la declamadora, se lleva la mano a la boca en franco llanto, dejando ver su cuello que, además de estar henchido de emoción, le cuelga un collar metálico con la mirada del mentado en el poema. La idea de que la muerte santifica es muy añeja. De ser así, bastaron poco más de un par de meses para hacer santuario, piso seguro y casa de resguardo a la juventud chavista de Caracas, que continúa aplaudiendo, incluido Pedro Carvajalino quien, fuera de las cámaras de Venezolana de Televisión, aplaude, ríe, bebe, conversa y se mueve como pez en el agua.
Ya entrada la noche, el grupo de jóvenes próximo a la barra pide el menú y otra ronda de cervezas.
—¿Por qué las cervezas no aparecen en el menú? —pregunta uno de los muchachos.
—Solo cocuy —contesta el mesero, un muchacho que no pasa de veinte años.
—Ajá. ¿Pero por qué la cerveza no?
—¿Van a querer comer? —vuelve esquivando la pregunta inicial. Una mujer del grupo le secretea algo a su amigo, le señala el menú y le dice que ni siquiera el «Cocuy libre» (cocuy con Coca Cola) menciona a la marca de la gaseosa en los ingredientes de preparación.
—¡Ah…! —dice el muchacho a punto de llevarse lo que le quedaba de cerveza a la boca.
—Arrecho, ¿no? Cuidan de cada detalle —espeta la mujer.
—Sí… —concluye el hombre, haciendo señales con la mano—. ¡Mira, vamos a querer dos pizzas…!
A medida que avanzaba la noche, Leonard Jácome tocaba el arpa con impoluta proeza, su hijo –de no más de seis años— sonaba las maracas con admirable experticia y la esposa entonaba temas como «Bésame mucho», «Pajarillo», «Moliendo café», «Lágrimas negras» y «Qué te pedí». Tragos iban y venían y el mesero, siempre afable, pocas veces soltaba la bandeja que, llena o vacía, estaba al pie del cañón para cualquier pedido.
—¡Pana, nos quedamos sin sillas porque llegaron unos amigos! ¿Cómo hacemos con la pizza? —le gritó otro muchacho tomado de la mano de su novia.
—¡Si quieren se las sirvo afuera! —respondió el mesero.
—¡Plomo! —contestó el muchacho y, a la vez, alzó el pulgar en signo de aprobación por si acaso su interlocutor no había logrado escucharlo. Afuera se reúnen los fumadores de rigor y uno que otro comensal. Aquellos que pretendían salir cerveza en mano eran advertidos —otra vez— sobre la presencia de la policía de Chacao que no permite la ingesta de licor fuera del local. Entre bocanadas e incipientes borracheras, la juventud izquierdista se desinhibe. Dos amigos, uno de jean y otro de pantalón tipo pijama y pelo largo, nostalgian sobre el pasado de la revolución y el nuevo Estado.
—El hombre ha respondido después de la muerte del comandante, pero no deja de ser un pelele.
—Es arrecho, chamo. Mi mamá no votó por él. Imagínate.
—¡¿No?!
—No —contesta el otro con un dejo de tristeza y resignación.
—¡Qué bolas, cómo todo cambió de un día pa’otro!
Se acercaba la media noche y las mesas de La Patana se iban desocupando. Las mujeres salían solas y sonreían apenadas ante las miradas de los hombres. Todas orladas de algún suvenir alusivo a la revolución bolivariana, distaban de ser lo negras, indias y cholas que
proclamaba el poema antes declamado. Leonard Jácome cerraba su espectáculo, y la recitadora del principio de la velada volvía:
«Uh-ah, consigna llorada, tú te fuiste al extremo, allí donde se ve el amor…».
Los clientes abandonaban el santuario de la revolución, indicando así el fin de la hora de las nostalgias. El estacionamiento del Celarg estaba próximo a cerrar y la avenida Luis Roche de Altamira se posicionaba, para bien o para mal, como el lugar predilecto para la remembranza de aquello que un día —no hace mucho— fue.
*Reportaje publicado en la edición n°254 de la revista Exceso