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El Whisky como metáfora

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La historia venezolana, a partir de la tercera década del siglo XX, ha estado íntimamente ligada al whisky como bebida predilecta entre las clases pudientes, primero, y luego en los estratos de clase media. De ser consumidores de bebidas tales como el brandy o el coñac, los venezolanos comenzaron a beber escocés, tal vez por influencia de los ejecutivos de las trasnacionales petroleras. La bebida fue calando en el gusto criollo, hasta que logró desplazar por completo a los demás destilados, sobre todo en fiestas, matrimonios y actos de estado. Aunque hubo un discreto paréntesis, como lo refiere el historiador Carlos Capriles Ayala en su libro «Décadas de la historia venezolana: los años 30 y 40». Él cuenta que, una vez consolidada la revolución de octubre del 45, Betancourt prohibió taxativamente la ingesta de whisky en los actos protocolares de estado, haciéndolo sustituir por el más vernáculo ron. Lo que no aclara Capriles Ayala es si Rómulón, en la intimidad, se echaba sus guamazos de escocés o se ceñía a la etiqueta revolucionaria.


Esa prohibición, sin embargo,  duró tan poco como la revolución de octubre. A los tres años defenestraron a los adecos – quienes alcanzaron niveles de sectarismo nunca antes vistos, si se le hace caso al historiador citado antes – mediante otro golpe de estado, y comenzó la era dictatorial. Presumo que con ella volvió a hacerse presente el whisky en las bandejas que portaban los mesoneros que aplacaban la sed de los invitados a las fiestas de prosapia. El período dictatorial – primero junta de gobierno, después Pérez Jiménez en «solo» – duró escasos diez años, tras los cuales se instauró el pacto de Punto Fijo y los tomadores de whisky pasaron a ser, quién lo diría, los adecos, quienes según las malas lenguas impusieron el estilacho de remover los hielos que navegan en el wihisky con el dedo índice.


En la década de los 70 se puso de moda el whisky Swing, que venía en una botella que presentaba una peculiaridad: gracias a su base, ligeramente cóncava, se balanceaba, y de allí su nombre. Uno de los lugares en donde más se vendía era en los almacenes militares, el IPSFA. En teoría esos almacenes estaban destinados para que hicieran su compras los miembros de las Fuerzas Armadas de entonces; en la práctica cualquier hijo de vecino que conociera a un militar conseguía su pase de cortesía, y con él el derecho a comprar a precios de ensueño la mercancía más variada e importada que se podía conseguir en la ciudad. La botella de Swing no tenía el pico regulador: esta circunstancia era aprovechada por mucha gente que, una vez vacía, la rellenaba con cualquier whisky barato y la ofrececía a las visitas circunstanciales como si fuera auténtico Swing. Vale decir que, casi siempre, los convidados no sabían distinguir entre el real y el impostor, y se deshacían en elogios hacia la calidad y suavidad de lo que estaban tomando. Claro, tal vez el ratón del día siguiente les daba pistas sobre el engaño al cual habían sido sometidos. 


Las cosas siguieron más o menos igual hasta la campanada de 1983, el viernes negro. Adiós al whisky barato: ahora no teníamos el 4,30 para subvencionar la bebida, y tuvimos, los menos afortunados, que bajar de nivel, y empezar a buscar opciones más económicas. Empezamos a no hacerle ascos a marcas tales como White Horse, Deward’s o Grant’s. Dejábamos los 12 años para ocasiones importantes como matrimonios o fines de año.


A medida que pasaba el tiempo disminuían también las pretensiones etílicas, y fuimos reduciendo paulatinamente la calidad de nuestras bebidas espirituosas. Pasamos por caracazos, golpes de estado, inflaciones desmesuradas, y bajamos de los 8 años a los 6, 5, 4, y quien sabe si menos. Por supuesto que las élites no, a ellas nunca les faltó el acceso a las bebidas de mayor calidad. Pero la clase media tuvo que irse resignando. Con la llegada al poder del chavismo pasó algo parecido a lo del golpe de los adecos en octubre del 45, en cuanto al sectarismo. Pero estos sí no se pusieron cómicos en lo que a la ingesta alcohólica se refiere, por lo que se puede apreciar en las fotos que se filtran a las redes sociales. Cualquier fiestica de medio pelo – un quince años, una graduación – cuenta con la agradable presencia de los camaradas Juancito el caminante, el viejo Parra o el bucanero, en sus versiones mayores de edad. 


¿Pero, y nosotros, la clase media? Bueno, ahora estamos más o menos así: vamos rumbo al desastre pero tratamos de mantener una imagen de bienestar, siguiendo la estrategia del avestruz. Como el anfitrión tramposo del cuento de la botella de Swing, aparentamos estar mejor de lo que estamos en la realidad, tal vez como mecanismo de autodefensa o autoengaño. Somos whisky puyao en botella cara. Lo malo es que hasta el whisky malo se está acabando, y vamos a tener que rellenar la botella de Swing con aguardiente San Tomé coloreado con caramelo. 

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