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LES MISERABLES (2012) de Tom Hooper: El espectáculo más triste del mundo

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Al final del día, no somos más que problemas

 

¡Qué fácil hubiera sido hacer un musical standard! Era sencillo hacer un musical de «formula» pre-establecida y sentarse a esperar los elogios. Pero Hooper, quien ya ganó el oscar con El Discurso del Rey (2010), toma el camino difícil. A él se le puede acusar de muchas cosas, pero no de tradicionalista. Hay una búsqueda estética con Les Miserables por parte del director, algo que se aventuraba en su anterior película. En muchos sentidos, Les Miserables es un experimento dentro del corazón rígido de lo mainstream. Hooper tiene muchos detractores a partir de su triunfo en el oscar por encima de David Fincher (The Social Network, 2010) y los seguirá teniendo ahora que ha hecho una película ambiciosa y para muchos ridícula. Yo veo a un gran director capaz de sacrificar muchas veces las expectativas comunes para conseguir algo genuino y puro, y por supuesto para arrancar lo mejor de sus actores. El resultado es grandioso. Es la película que los amantes del musical estaban esperando y será una referencia obligada en la historia de este género cinematográfico porque marca un precedente. Como amante de los musicales, hubo momentos en los que sentía que esta era la película que estuve esperando toda mi vida sin saberlo: un musical triste y épico sobre la redención del individuo, el amor sagrado y la muerte noble. Y finalmente todo lo que se espera de un espectáculo hollywoodense con sus virtudes y sus fallos, con su grandilocuencia y sus excesos.

Alabo a Hooper por el riesgo del canto en vivo, por su uso raro de angulares, la profusión de primeros planos, la exclusión del baile coreográfico y el énfasis en la tristeza y la fuerza actoral. La novela de Victor Hugo es acerca de la esperanza, pero muy poco sobre la felicidad. No puede haber aquí un musical alegre y por tanto entiendo que muchos no les agrade esta película. Es probablemente el musical más triste jamás hecho, pero sin perder el artificio. Su honestidad emocional no deja de lado el espectáculo. El escapismo en Les Miserables funciona a la inversa de lo acostumbrado en el musical por excelencia, porque implica directamente una relación con ese anhelo poético de recrear un universo donde la tristeza y la muerte son ennoblecidas. La experiencia en conjunto es grande, y quizás el único defecto verdadero de la película es que no se concede ni un segundo de respiro entre una escena y otra, lo que ocasiona que muchas veces los acontecimientos parezcan forzados (pero son fieles a la novela de Hugo, al ritmo del musical de Broadway, y debe atenerse a los lamentables estándares de una audiencia que no soporta una película que dura más de dos horas y media, porque no le alcanzan los cotufas).

¿Qué puedo decir? Que me encanta el pequeño «guiño» a lo Tim Burton en Master Of The House (cortesía de Helena Bonham Carter y Sacha Baron Cohen). Que Russell Crowe ha sido el menos favorecido por las críticas, pero que hay algo tierno y conmovedor en su Javert que me hizo comprenderlo, y que precisamente su canto «imperfecto» es el más honesto. Que Anne Hathaway (Fantine), Samantha Barks (Eponine) y Eddie Redmayne (Marius) se roban el show cada vez que aparecen. Que Amanda Seyfried es una linda Cosette. Y que Hugh Jackman como Jean Valjean es el alma de Les Miserables. Que finalmente, con todos sus defectos, Les Miserables es la mejor película del 2012. No sé si un mundo tan incrédulo siga mereciendo películas así. La historia de un hombre preso por robar un pan y de un fugitivo en busca de la redención es hartamente conocida, pero no por ello menos vigente. El musical rescata el potencial cristiano de la obra y es ahí donde los escépticos quedarán impávidos e inertes ante esta obra maestra emocional. Al final del día muy pocos puede ser felices, los ricos no miran hacia abajo en un mundo poblado por pobres, las revoluciones no siempre despiertan a los pueblos, pero queda la esperanza de que «París» o cualquier otra nación oprimida tiemble y escuchemos al pueblo cantar… y finalmente siempre, siempre «amar a otra persona es ver el rostro de Dios».

 

Guillermo López Meza.

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