Durante la década pasada fui testigo en las mesas de votación de 4 o 5 elecciones.
Uno de los tópicos que repetían los medios era la ausencia de jóvenes en las colas. El consenso decía que la juventud apática prefería quedarse en casa o ir a la playa. Yo no se si eso fue cierto. Nunca vi los números. Pero si puedo corroborar que entre 2000 y 2004, la mitad de mis amigos emigró. Se dice fácil, pero la mitad de la gente que consideraba cercana, desapareció de mi vida.
Porque es eso, desaparición. No importa lo buena que sea la tecnología.
Luego me di cuenta de que no sólo mis amigos emigraron. Los miembros de mi generación que habían crecido en mi entorno, también se fueron poco a poco. Muchos de ellos de manera ilegal. Todos nuestros vecinos, más de 20 familias, tenían al menos a un hijo afuera.
Un día de elecciones, sería en 2007 o 2008, entro a votar un viejo amigo de mi papá, cojeando, casi ciego, todo jodido. Lo reconocí, me paré de la mesa y fui a saludarlo, preguntarle si necesitaba ayuda. Me extrañaba que estuviese solo, me sorprendía que hubiese podido llegar al centro de votación. Le pregunté por sus hijos. Todos habían migrado. Los 4. Con los nietos.
A los 33, yo era el miembro más joven de esa mesa de votación. Fue allí, justo en ese momento, que comencé a entender que yo también migraría y mis padres irían un día a votar solos, casi ciegos, jodidos. Escoñetados por dentro. Mirarían de reojo a los militares, saludarían a otros viejos, se consolarían con la mirada y lamentarían en silencio la desaparición de todos los hijos.
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Pero eso no es nada. Eso es simple. Lo que más me aterra es que quizás durante una de esas veces, uno de los dos se tropezará y esa será la última caída. La última vez que caminaron. Yo no habré estado allí para ayudarlos. Y todo será culpa de los malditos políticos y tuya, que lees esto y votaste por ellos.