Este año me acerqué al bochinche anual de Chacao sin mayores expectativas, a falta de otros compromisos, y cumpliendo con algo que a lo largo de 4 años se ha convertido en costumbre: patear las calles de Chacao, tomadas por miles de personas que por una noche se sienten dueñas de la ciudad, y ejercen ese derecho de la manera más anárquica posible.
Llegamos cerca de las 5:00 y tuvimos el primer golpe de suerte: logramos estacionar al lado del Mc Donalds de La Castellana, muy cerca del epicentro de las actividades en las que pensábamos participar. Previamente habíamos hecho nuestro estudio del planito que publicó Cultura Chacao en las redes sociales, y teníamos bastante claros los que iban a ser nuestros movimientos.
En realidad básicamente fuimos a escuchar algunos de los toques que estaban ofertados: pasamos de las puestas en escena artísticas, apenas las vimos de soslayo mientras nos desplazábamos de una tarima a otra, y francamente nada nos hizo detenernos; las mismas propuestas observadas en años anteriores. El mismo balconcito, los mismos graffittis pintados al momento. En fin, en ese sentido fue un deja vu de las ediciones previas del acto callejero.
Hicimos un rápido paneo inicial, pasando por la plaza La Castellana en donde estaba montada una gran tarima que ocupaba más o menos la mitad del espacio, y posteriormente nos acercamos a la estación 4, al lado de los laterales del hotel Renaissance y de Chacao Bistró, en donde se dispuso un pequeño tinglado para algunos toques intimistas. Cuando pasamos estaba montada Miranda, probando el sonido. Ubicamos el punto de abastecimiento, compramos las primeras cervezas, bebida sacramental de la noche, y regresamos a la plaza Isabel la Católica a ver el primero de los toques que habíamos escogido: la banda maracucha Polaroid. Un sonido setentoso, bastante sucio en el buen sentido de la palabra, de guitarra distorsionada a lo Hendrix, un pesado bajo y una batería que se hacía presente cuando lo ameritaba. Habiendo escuchado tanto vocalista malo últimamente, el de Polaroid me agradó: no desafinaba y lo que cantaba era entendible.
Terminado ese toque nos regresamos a tarima 4 en donde veríamos dos propuestas. En primer lugar la denominada «el Ipod humano», un dúo compuesto por Gustavo Casas como vocalista/guitarrista y su hermano en la percusión y coros accidentales. Montaron una serie de covers de canciones conocidas de los 60 hasta estos días, y lograron que la audiencia los prodigara de aplausos y coreara las canciones. Muy fresca su propuesta, y disfrutamos particularmente el cierre con Canción para mi muerte, de Sui Géneris.
Después, en el mismo sitio, le tocó el turno a otro dúo que está comenzando a sonar con fuerza en la radio, gracias al apoyo que le están dando las emisoras: Pequeña revancha, integrado por Claudia Lizardo, hija del gran Petete de La Misma Gente, y Juan Olmedillo. Esta vez los acompañó Boston Rex, de Tomates Fritos, en el bajo, y un baterista. Me gustaron bastante un par de temas, de ritmo cadencioso y que se me quedaron un rato dando vueltas en la cabeza de lo pegajosos que me resultaron. Hicieron un cover de una canción de los Tomates, en donde Boston se lució en un tecladito casi de juguete. Hablando de eso, me llamó mucho la atención el instrumento que tocó Claudia, una guitarrita eléctrica mínima y como que hecha a la medida para ella, que es bastante menuda.
A la sazón tenía tres cervezas circulando por el organismo, y la vejiga me exigía alivio, por lo que al terminar Pequeña Revancha no me quedó otra alternativa que aprovechar los servicios sanitarios dispuestos en la Plaza La Castellana. De allí pasamos a reponer pertrechos por El Naturista, en donde nos sablearon inmisericordemente, y enfilamos velas hacia Plaza Altamira. En ese lugar presenciaríamos el toque de la noche, Los Melancólicos Anónimos. Qué gran banda son. Y qué nivel de letras. Ríete tú de cualquier canción de protesta: las letras de los Melancólicos son un comentario social descarnado y brutal, con un manejo de la ironía bárbaro. El front man se metió al público en el bolsillo, y despertaba por igual risas y aplausos. Lo demás músicos (guitarra líder, bajo y batería) son muy buenos, en especial el bajista me resultó bastante simpático por su evolución sobre el escenario. El guitarrista principal se lució interpretando sobre un lap steel guitar, evocando a David Gilmour. En verdad disfruté ese toque al máximo.
Cerramos la noche en el mismo sitio, con Séptima Bohemia, una banda de música caribeña con una gran profusión de músicos que pusieron a bailar a la gente con su ritmo bien marcado. Tuvieron como invitada a Laura Guevara, muy histriónica y muy buena cantante, que interpretó algunas piezas del cancionero estándar del bolero, Frenesí y Bésame Mucho, se tiró una descarga jazzera, y estuvo acompañando hasta al final en los coros y la coreografía.
El comportamiento de la gente, por lo que pude observar, fue bastante tolerable. Todos estaban pendientes de disfrutar los toques, bailar, tomarse fotos y por supuesto tomar: esa fue una constante en todos los lugares por donde transitamos. Pero por lo menos yo no vi nada lamentable, salvo uno que otro encontronazo verbal con los conductores que intentaban avanzar entre el mar de gente que colmaba las vías.
En resumen, creo que esta edición del festival estuvo mejor que la de años anteriores, o por lo menos mi experiencia fue más grata, ya que corrí con la suerte de presenciar actos que fueron de mi agrado y no tuve incidentes que lamentar. O será que alcanzamos un nivel de conformismo que nos hace disfrutar estas pequeñas cosas que nos ofrece la ciudad como si estuviéramos presenciando eventos de gran jerarquía. No lo sé a ciencia cierta.