Entre los rieles y el edificio de la estación ferroviaria Bad Ischl solía haber un amplio espacio en el que, hace sesenta años, en la temporada, un desfile regular se desarrollaba antes de la salida del tren nocturno a Viena.
Creo que fue en el último día del mes de agosto de 1918 que allí, entre una multitud bulliciosa de jóvenes oficiales que volvían al frente después de visitar a sus familias de permiso en el distrito de Salzkammergut, dos alférez de artillería se hicieron vagamente conscientes de que se conocían. No estoy seguro de si se trataba de un parecido con otros miembros de nuestras familias, o porque en realidad nos habíamos encontrado antes lo que nos llevó a preguntar uno al otro: «¿No eres un Wittgenstein?» (o, tal vez, «¿No eres un Hayek?»). En todo caso, esto nos llevó a compartir nuestro viaje a través de la noche a Viena, y aunque la mayor parte del tiempo, naturalmente, tratamos de dormir nos las arreglamos para conversar un poco.
Algunas partes de esa conversación hicieron una fuerte impresión en mí. Él no estaba sólo muy irritado por los exaltados de la ruidosa y, probablemente, semi-embriagada fiesta de los compañeros oficiales con los que compartimos el carro sin temor a ocultar su desprecio por la humanidad en general, sino porque también dió por sentado que cualquier pariente suyo, sin importar cuán remotamente emparentados pudieran estar, debía tener los mismos estándares que él. ¡No estaba tan equivocado! Yo era entonces muy joven e inexperto, de apenas diecinueve años y el producto de lo que ahora se llamaría una educación puritana: de la clase en la que el baño helado que mi padre tomaba todas las mañanas era el más admirado (aunque rara vez imitado) estándar de la disciplina para cuerpo y mente. Y Ludwig Wittgenstein era sólo diez años mayor que yo.
Lo que más me impactó de aquella conversación fue la pasión radical de veracidad en todo (lo que llegué a conocer, sólo en mis años universitarios por venir, como una moda característica entre los intelectuales vieneses jóvenes de la generación inmediatamente anterior a la mía). Esta verdad se convirtió casi en una moda en ese grupo en la frontera entre los extremos de la intelectualidad puramente-judío y puramente-gentil en la que llegué a moverme mucho. Eso significaba mucho más que la verdad en el discurso. Había que «vivir» la verdad y no tolerar ninguna pretensión en uno mismo o en otros. A veces producía grosería absoluta y, por supuesto, desagradable. Cada convención fue disecada y toda forma convencional expuesta como fraude. Wittgenstein sólo llevó esto más allá en su aplicación a sí mismo. A veces yo sentía que él obtenía un perverso placer en descubrir la falsedad en sus propios sentimientos y que estaba constantemente tratando de purgarse de todo fraude.
Que él estaba muy muy nervioso, incluso en ese entonces no se puede dudar. Entre los parientes más remotos se le consideraba (aunque poco conocido por ellos) como el miembro más loco de una familia bastante extraordinaria, todos los cuales estaban excepcionalmentes dotados, tanto listos como en condiciones para vivir por lo que más querían. Antes de 1914 yo había oído mucho (a pesar de ser muy joven para asistir) de las famosas veladas musicales en el «Palais Wittgenstein», que dejó de ser un centro social después de 1914. Durante muchos años el nombre lo asociaba sobre todo con la anciana amable que, cuando tenía seis años, me había llevado en mi primer paseo en coche -en un electromobile descapotado por la Ringstrasse.
Aparte de un recuerdo incluso anterior de ser llevado al lujoso apartamento de una dama muy anciana y de hacérseme entender que ella era la hermana de mi bisabuelo materno -y, como ahora lo sé, abuela materna de Ludwig Wittgenstein- no tenía conocimiento directo de la familia Wittgenstein y de la altura de su posición social en Viena. La tragedia de los tres hijos mayores, que aparentemente terminaron con sus vidas por suicidio, había atenuado aún más ese conocimiento de lo que la muerte del gran industrial cabeza de familia, habría hecho de todos formas. Me temo que mi primer recuerdo del nombre de Wittgenstein se conecta con la narración asombrada de una de mis tías abuelas solteras de origen estiriano, sin duda inspirado más por la envidia que por la malicia, de que su abuelo «vendió a su hija a un rico banquero judío…» Esta fue la clase de amable anciana que recuerdo -solamente.
No me encontré con Ludwig Wittgenstein de nuevo durante diez años, pero oía de él de vez en cuando a través de su hermana mayor, que era una prima segunda, contemporánea mía y muy amiga de mi madre. Las visitas regulares hicieron de «Tía Minning» una figura familiar para mí (en realidad , ella escribía su nombre, que es una abreviatura de Hermine, con una sola «n«, pero esto podría sonar extraño a los oídos inglés), y permaneció como un visitante frecuente. Los problemas de su hermano más joven evidentemente la absorbian mucho, y aunque rechazada toda charla sobre el «Sonderling», el maniático, y fuertemente lo defendía cuando las historias ocasionales y, sin duda, a menudo muy distorsionadas de sus obras circulaban, pronto nos dimos cuenta de ellas. La opinión pública no se fijó en él, mientras que su hermano Paul Wittgenstein, un pianista manco, se convirtió en una figura reconocida .
Pero yo, a través de estas conexiones, me convertí probablemente uno de los primeros lectores del Tractatus cuando apareció en 1922. Dado que, como la mayoría filosóficamente interesada de nuestra generación, yo estaba, como Wittgenstein, muy influenciado por Ernst Mach, hizo una gran impresión en mí.
La siguiente vez que me encontré con Ludwig Wittgenstein fue en la primavera de 1928, cuando el economista Dennis Robertson, quien me llevaba a pasear por los jardines de los becarios del Trinity College, Cambridge, de pronto decidió cambiar de rumbo, porque en la parte superior de una pequeña colina percibió la forma del filósofo cubierto sobre una tumbona. Evidentemente estaba más bien temeroso de él, y no quería molestarlo. Naturalmente, me acerqué a él, fui saludado con sorprendente amabilidad, y nos sumergimos en una conversación agradable pero poco interesante (en alemán) sobre el hogar y la familia, por lo que Robertson pronto nos dejó. Mucho antes de que el interés de Wittgenstein decayera, y los signos evidentes de que no sabía qué hacer conmigo me hicieron dejarlo poco después.
Debe haber sido casi doce años después que el primero de la única serie real de reuniones que tuve con él se llevó a cabo. Cuando fui a Cambridge en 1939 con la Escuela de Economía de Londres pronto me enteré de que estaba fuera trabajando en algún hospital de guerra. Sin embargo, un año o dos más tarde lo encontré inesperadamente. John Maynard Keynes había dispuesto para mí habitaciones en el edificio Gibbs del King’s College, y tiempo después Richard Braithwaite me invitó a participar en las reuniones del Club de Ciencia Moral (creo que ése era el nombre), que se llevó a cabo en sus habitaciones justo debajo de las mías.
Fue al final de una de esas reuniones que Wittgenstein surgió de repente y dramáticamente. La reunión trataba sobre un documento que particularmente no me interesaba y de cuyo tema no me acuerdo. De repente, Wittgenstein se puso en pie, atizador en mano, indignado en grado sumo, y procedió a demostrar con el implemento lo sencillo y evidente que el asunto (Matter) era en realidad. Ver a este hombre desenfrenado en el centro de la habitación blandiendo un atizador era ciertamente bastante alarmante, y uno se sentía inclinado a escapar a un rincón seguro. Francamente, ¡en ese momento mi impresión fue que se había vuelto loco!
Fue poco tiempo después, probablemente un año o dos, que reuní el valor de ir a verlo, después de enterarme que estaba de nuevo en Cambridge. Por entonces vivía (como siempre, creo) en las habitaciones altas de un edificio fuera de la universidad. La habitación vacía con la estufa de hierro, a la que tuvo que traer una silla para mí desde su habitación, ha sido descrita a menudo. Hablamos gratamente sobre una variedad de temas fuera de la filosofía y la política (sabíamos que discrepábamos en política), y parecía que le gustaba el hecho de que estrictamente yo evitara la «tertulia», no muy diferente a una o dos figuras curiosas que había conocido en Cambridge. Pero, a pesar de que esas visitas fueron muy agradables y él parecía favorecer su repetición, fueron también bastante aburridas y yo fui sólo dos o tres veces más.
Tras el final de la Guerra, cuando yo ya había regresado a Londres, un nuevo tipo de contacto por carta comenzó cuando surgió la posibilidad, primero para enviar paquetes de alimentos, y más tarde para visitar a nuestros familiares en Viena. Esto involucró todo tipo de complicados contactos con las organizaciones burocráticas sobre las que, asumía él con razón, yo había encontrado detalles antes que él. En esto él mostró una curiosa combinación de inviabilidad y atención meticulosa por los detalles que debe de haber hecho todos los contactos con los asuntos ordinarios de la vida muy inquietante para él. Sin embargo, se las arregló para llegar a Viena poco después de mí (cosa que había conseguido yo por primera vez en 1946), y creo que fue allí una o dos veces más.
Creo que fue en el curso del regreso de su última visita a Viena, que nos vimos por última vez. Había ido a ver a su hermana moribunda Minning una vez más, y él mismo estaba (aunque yo no lo sabía) ya mortalmente enfermo. Yo había interrumpido el habitual viaje en tren de Viena a través de Suiza y Francia en Basilea y había subido allí al coche-cama a medianoche del día siguiente. Como el ocupante del compartimiento parecía estar ya dormido me desnudé en la semioscuridad. Mientras me preparaba para subir a la litera superior una cabeza despeinada salió rápidamente de la inferior y casi me gritó: «¡Tú eres el profesor Hayek!» Antes de que me recuperara lo suficiente como para darse cuenta de que se trataba de Wittgenstein y asentir, él había regresado al lado de la pared.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, había desaparecido, presumiblemente para ir al coche restaurante. Cuando regresé lo encontré profundamente absorto en una novela de detectives y al parecer no quería hablar. Esto duró hasta que terminó su libro de bolsillo. Luego me involucró en la conversación más animada, comenzando con sus impresiones sobre los rusos en Viena, una experiencia que, evidentemente, lo había sacudido profundamente y había destruído ciertas ilusiones largamente acariciadas. Poco a poco llegamos a temas más generales de filosofía moral, pero justo cuando se estaba poniendo emocionante, llegamos al puerto (en Boulogne, creo). Wittgenstein parecía muy ansioso por continuar nuestra discusión y, de hecho, dijo que había que hacerlo a bordo del buque.
Pero simplemente no pude encontrarlo. Ya sea porque se arrepintió por haberse comprometido tan profundamente, o porque había descubierto que, después de todo, yo era sólo otro filisteo, no lo sé. En cualquier caso, nunca lo volví a ver.