Entonces llegó el día que todos estaban esperando, cuando ya no había más nada que comprar.
Los anaqueles, tal como se había anticipado, quedaron vacíos y desiertos, producto de las compras nerviosas y de los saqueos protegidos por las fuerzas del orden.
Dicen que los consumidores entraron en pánico.
Muchos se corrían los rumores falsos por Twitter de supuestas tiendas abastecidas, donde eventualmente la gente iba en estampida para terminar comprobando que la especie era mentira, que los estantes seguían luciendo su peor imagen, la de un pueblo fantasma.
Algunos locos acamparon en Daka y Makro, de manera infructuosa, esperando por la llegada de nuevos productos.
La guardia nacional regresó a sus cuarteles porque ya no había nada que vigilar o fiscalizar.
Al principio, la masa se lo tomó con soda, fingiendo demencia. Pero luego vino el caos.
Pronto las personas empezaron a saquearse entre sí, al tiempo que se declaraba el estado de sitio. Las tanquetas patrullaban día y noche en calles desoladas.
Parecía que hubiese pasado una tormenta o un tsunami por Venezuela, arrasándolo todo.
Como una pesadilla postapocalíptica, surgieron pequeños feudos y señores de la guerra que vendían los alimentos a cambio de bienes personales. El trueque se impuso como estándar de mercado.
El país adquiría el perfil de una distopía con aroma cubano, coreano y de ciencia ficción a lo «Mad Max».
El final de esta historia se escribe ahorita.