Deberíamos sincerarnos como país. Esa falacia de ser una nación del primer mundo, aparentar ser lo que no somos. Esa arrogancia llamada elegancia y belleza universal, esa maldición llamada petróleo. Todos esos artificios vánales no sirven de nada cuando tratas de explicar a un país que se parece más a un campo que a una ciudad.
El petróleo significó para nuestro país un salto al desarrollo. Los campesinos dejaron sus tierras y emigraron a las grandes ciudades que comenzaban a erigirse con cada gota de “oro negro”; el campo quedo abandonado. La ley por la que se regían en aquellos lugares, fueron adaptadas a las grandes urbes. Por aquellos años los campesinos vivían en sus tierras bajo su propia ley, esa que les decía que todo aquel que entrará en sus tierras sin permiso sería expulsado a “plomo limpio”, la civilización hizo estragos en sus costumbres y comenzaron a entender la vida de otra manera. Pero los principios rurales seguían en sus venas, y se mantendrán en las nuestras hasta tiempo inmemorial, porque sin importar de donde sean los orígenes de la sangre que corren por nuestros cuerpos este país viene del campo, incluso aquellos que llegaron de Europa en la colonia llegaron a un país rural, campesino hasta la medula.
Cientos de años después la realidad no parecer ser muy distinta. Prevalece la ley del más fuerte, del poderoso por encima de la mayoría que se aferra a la esperanza de vivir en una sociedad de primera para dejar de ser ciudadanos de segunda, aunque vivan frustrados por no saber cómo hacerlo. Sin embargo hemos tomado ciertas posturas que pueden definirnos como seres elegantes, vanguardistas y más inteligentes para así sentirnos parte del mundo civilizado. Es imposible ser parte del mundo civilizado teniendo el campo en la cabeza.
No quiero pecar de pedante señalando al campo como el símbolo del retraso, para nada. Mis orígenes están ahí, en un campo, nací en un campo. Mi abuela fue una campesina de esas testarudas que jamás comprendió a la ciudad y su forma de correr y por lo cual siempre decidió quedarse aferrada a su terruño porque es el lugar donde más segura se sentía. Siempre estuvo clara de quien era en la vida, pero nosotros como país no estamos claros de lo que somos. Estamos convencidos de que somos lo mejor del mundo, creo que justo ahora somos lo peor del mundo, y no por ser una sociedad campesina, porque incluso al campo lo hemos olvidado. Somos lo peor del mundo porque hemos tomado lo peor de nosotros para edificar esta nación que se cae a pedazos. Entonces, tarde o temprano volveremos a nuestra tierra, a esa de la que nos hemos alejado, de esa de la que tanto renegamos y la que llevamos tan intrínseca en la cabeza. Compare amigo “cosmopolita” su comportamiento citadino a la gente que vive en el campo. No somos tan distintos. No defina a su ciudad por los edificios ni sus grandes centros comerciales, defínala según sus principios, según su comportamiento, según su educación, según su voluntad. Analice su vida desde adentro y no desde afuera y se dará cuenta que no hemos cambiado mucho desde la colonización hasta acá. Seguimos siendo un país rural, gústele o no lo seguimos siendo.
Quizás mañana construyamos los centros comerciales más grandes del mundo, quizás levantemos un país como Dubai o tengamos una economía como la de Suiza, quizás tengamos nuevos presidentes, distintos, hasta de partidos políticos diferentes pero nada de eso nos definirá como país del primer mundo, nada de eso será suficiente para ser una sociedad distinta a la que somos hoy. Si nos sacamos lo rural de nuestra cabeza, lo pequeñito, lo suficiente, lo poco; jamás podremos dar el salto que tanto hemos querido dar y del cual aparentamos haber alcanzado. Exijámonos a nosotros mismos para poder exigir a los demás.