De “El Doctor Caligari” al médico teutón, Josef Mengele.
Uno fue el retrato expresionista de la pesadilla incubada en el inconsciente colectivo alemán desde el fracaso de la primera guerra mundial. También anticipó la irrupción de la pantalla demoníaca de Hitler.
El segundo es la cristalización humana del terror vislumbrado por el arquetipo de la película citada, dirigida por Robert Wiene. Así, los extremos de la realidad y la ficción se acoplaron para gestar a un monstruo producido por los sueños de la razón fascista.
Hundido el mito del “Ángel de la Muerte”, el cine ajustaría cuentas con su leyenda negra en títulos como “Los Niños del Brasil”. De igual modo, la cultura popular echaría mano de su historia siniestra con el fin de darle consistencia a la imagen patológica de una serie de villanos del género.
“El Silencio de los Inocentes”, “Re-Animator” y “The Human Centipede” heredan el legado macabro del científico germano, abocado a sus experimentos perversos de purificación racial.
Hoy la eugenesia deviene en el arma de doble filo de los concursos de belleza, de la moda por el cuerpo perfecto.
Hemos naturalizado el germen de la uniformidad. Somos esclavos de la apariencia física. Una servidumbre voluntaria pagada con el sudor de nuestra frente.
Por fortuna, existen largometrajes como “Wakolda” para curarnos en salud y responderle a la hegemonía de la identidad.
El filme, realizado con mano sutil por Lucía Puenzo, enalteció a la programación de la cartelera nacional, bajo la insigne curaduría del Festival Judío.
Mérito de Jacqueline Goldberg, escritora y promotora de iniciativas de avanzada.
Por tanto, ¿es posible la poesía después del rosario de calamidades antes señaladas? “Wakolda” no arroja un veredicto absoluto al respecto.
El largometraje consigue su tono ambiguo, entre la abstracción y la crónica figurativa de un relato de posesión satánica.
Mengele encuentra su exilio dorado en la Patagonia, cuyas influencias nazis le permiten pasar desapercibido y ejercer una atracción vampírica sobre los nobles pobladores del paraje turístico.
Pronto el personaje descubre a una víctima y la somete a los tratamientos diabólicos de su laboratorio. Es una Lolita frágil, una chica identificada con el semblante vulnerable de una muñeca rota llamada Wakolda.
Mengele solo desea repararla y convertirla en el eslabón de una cadena de producción. Para ello la inyecta, la moldea a su gusto, robándole su inocencia, su virginidad.
La niña es metáfora de un país sojuzgado por ideas totalitarias, abonadas por intrusos destructores, cosechadas por esencias colaboracionistas. Pero el mal tiende a ser extirpado en la cinta. El padre le practica un exorcismo, al ponerlo en evidencia.
El Doctor emprende la huida, aunque cumple su tarea de sembrar una semilla de intolerancia.
El valor de la obra radica en buscarle una solución a la enfermedad, denunciando sus peores síntomas del pasado a la espera de conjurarlos de cara al presente.
En el mismo sentido, surge la alternativa audiovisual de “Hannah Arendt”, la otra joya del ciclo a pesar de su traducción literal y teatral de las tesis de la filósofa.
En cualquier caso, ambos trabajos sirven de ejemplo para combatir el síndrome del holocausto.
La banalidad burocrática de los ejecutores de la solución final.