Cuando hubo el caracazo en febrero de 1989 yo vivía para ese entonces con mi familia en un edificio frente a una avenida bastante concurrida, tanto de día como de noche. Cuando aplicaron el toque de queda y sólo permitían el paso de vehículos oficiales, nadie en la casa podía dormir porque era «demasiado» el silencio, nos parecía «anormal», ya nos habíamos acostumbrado al ruido perenne.
Una de las características que tiene el ser humano es su capacidad de adaptación a cualquier condición del entorno, es capaz de vivir en los fríos más extremos, los lugares más secos, y en las ciudades más violentas.
La violencia, tan normal, tan patológicamente normal, a la que nos hemos adaptado a ella.
Para un colombiano es normal la explosión de un coche bomba, para un caraqueño es normal hacer una carrera olímpica de una calle a otra para no ser asaltado. Es normal el número de muertos en un «hecho violento» en una cárcel. Tan normal que la rana ya no brinca con el agua caliente, como en el documental de Al Gore.
He leído comentarios en esta página que son muy al estilo «relájate y disfruta», o «en otras partes se vive peor». No quiero caer en la manida frase de abuelo-sentado-en-la-plaza-sin-nada-que-hacer que toda época anterior era mejor, pero creo que al menos era menos violento que ahora. ¿Que es relativo?, desde luego que es relativo.
Siento que cada vez más respiramos con resignación, que adoptamos más la actitud de «deje así», o que nos invade la impotencia, la mentada de madre reprimida, que nos aguantamos para no reventar y parar en un siquiátrico.
Como dije en otro comentario, citando a alguien por ahí, que no es saludable estar adaptado a una sociedad enferma. Y aquí viene el meollo: formamos parte de la sociedad, al estar la sociedad enferma nosotros estamos enfermos, y sucede un círculo vicioso, la sociedad nos enferma y al enfermarnos, enfermamos a la sociedad. Unos más que otros, desde luego, pero todos, de un modo o de otro, no nos escapamos de la responsabilidad de esta enfermedad colectiva. Desprenderse de la responsabilidad y adjudicársela sólo al «otro» (gobierno, imperio, capitalismo, etc.) es un síntoma inequívoco de estar enfermo. Y otro síntoma de esta enfermedad es no brincar cuando el agua se pone más caliente.