Juntando todo el valor, el autocontrol y la calma que pude, llamé un día a Helga. Fue, que otra cosa ha podido ser, una conversación tristísima. Traté de no cuestionarle nada, de escucharla sin emitir ningún juicio, de asentir y aceptar mis culpas. Pero cuando la fui llevando, casi sin querer, fuera de su zona de comodidad, reaccionó mal. Eso me dio a entender que había algo más tras su decisión, por otra parte lógica, de terminar nuestro matrimonio. Fue, de mi parte, algo inocente. Le pregunté por su vida, a qué se estaba dedicando, si seguía pintando. Me dijo que en ese momento estaba preparando una exposición itinerante, que la llevaría de gira por varias ciudades del país. Salió a relucir, más de una vez, un nombre: Michael. Cómo nunca lo había escuchado, la tercera vez que lo mencionó le pregunté quien era. Allí le cambió el tono conciliatorio que se estaba esforzando en mantener, y me dijo gélida que «eso» no era de mi incumbencia. Entonces comencé a perder la compostura, y le dije que era todo lo contrario: mientras siguiéramos casados «eso» me concernía, y mucho. Comenzó una serie de dimes y diretes que no voy a relatar porque llegaron a ser de una bajeza intolerable. Para cortar esa incómoda situación le dije que la volvería a llamar más tarde, cuando se hubiera calmado. Me respondió que no la volviera a llamar más nunca, y que en adelante los abogados se encargarían de todo. Y trancó.
Por supuesto llamé enseguida varias veces, pero nunca levantó el auricular. Había logrado justo lo contrario a lo que me propuse al efectuar esa llamada: enemistarme aún más con Helga. Ya nuestra relación era hostil, y este acontecimiento la terminó de perjudicar. Dada la distancia que nos separaba, arreglar ese entuerto iba a ser muy difícil. La vida me estaba forzando a hacer algo en contra de todas mis convicciones: comencé a preparar mi viaje, para tratar de salvar algo en el naufragio de mi matrimonio.
Una de mis principales preocupaciones fue Caruso. Estaba comenzando apenas a domesticarlo, y era todavía un cachorro. Un domingo fui a visitar a Martín a ver qué me aconsejaba. y por suerte se ofreció a darle pensión allí mismo, en su criadero. En condiciones normales nunca habría aceptado ese arreglo, pero no me quedaban muchas alternativas y por eso le tomé la palabra.
Para todos los aspectos relacionados con el viaje me puse en manos de una agencia que quedaba cerca de mi tienda. Ni siquiera tenía pasaporte, tal era mi adversión a moverme de mi país. Mientras los trámites seguían su curso puse al corriente de todos los aspectos administrativos a mis dos empleados, quienes se iban a encargar por sí solos de la tienda en mi ausencia.
A los 20 días ya tenía todo preparado, incluida la fecha del vuelo. Faltaba una semana escasa. Ya los nervios se comenzaban a manifestar, y me puse más gruñón que de costumbre. Sin embargo, por lo menos algo iba a sacar de ganancia: vería nuevamente a mi hija, volvería a abrazar a Aurora. Sólo por eso valía la pena todo el sacrificio que constituía para mí aquel traslado. En ese tiempo hice algunas compras de ropa, pues se acercaba la temporada fría y no tenía nada adecuado para esos climas invernales. También compré todas las chucherías que le gustaban a Aurora, y algunos obsequios. Todos para ella, llevarle algo a Helga hubiera sido hipócrita e impostado.
Por fin llegó el día tan esperado y temido a la vez. A la víspera había dejado a mi perro en su pensión provisional, y me pareció que se había quedado triste, lo que me deprimió un poco. Pero Martín me aseguró que estaría bien, ya que después de todo esa había sido su primera casa, y ese razonamiento me tranquilizó un poco. El taxi pasó a recogerme de madrugada, cuando aún no había salido el sol. En 45 minutos estaba ante a la taquilla de la linea aérea, resolviendo la burocracia administrativa que me permitiría salir del país.
Después de una espera que me pareció larga, llamaron a embarcar el avión. Al pasar por el acordeón sentí algo parecido al pánico, y tuve el impulso de correr hacia atrás y abandonar los planes. Sin embargo pude recomponerme y abordé el enorme aparato. Era la primera vez que me montaba en una aeronave de ese tamaño: en los viajes que hacía por motivo de trabajo iba en pequeños avioncitos, lo más grande que había utilizado fue un DC-9. Ahora estaba a punto de volar en un Jumbo 747, una bestia enorme que infundía respeto y temor reverencial.
La azafata revisó mi pase de abordaje y me condujo al asiento que me habían asignado. Por fortuna me tocó un puesto de ventanilla, lo que haría un poco más agradable el vuelo, sobre todo en la parte del viaje que pasaría por encima del continente. De todas maneras tenía dentro de mi equipaje de mano varios libros con los que pretendía pasar el tiempo. En ese tiempo me había aficionado a Kundera y de él eran la mayoría de los textos que llevaba conmigo. Pensé que «La despedida» sería una buena lectura para acompañar ese viaje, que probablemente giraría en torno a eso.
Luego de un rato de estar sentado en mi puesto, cuando el resto de los pasajeros ya estaban ubicados, el típico sonido de las turbinas indicó que el vuelo era inminente. Cierto nerviosismo se me presentó, manifestado como un vacío en el estómago. En algunos minutos estaría cruzando un océano inmenso, y eso me causaba cierta aprensión. Las azafatas cumplieron su rutina de demostración del uso de los chalecos salvavidas y las máscaras de oxígeno, y se encendieron los avisos de no fumar y abrocharse el cinturón de seguridad. El aeroplano comenzó a moverse, buscando su ubicación en la cabecera de la pista. Sentía que el corazón se me aceleraba, como me pasaba cada vez que volaba. Ya no podía hacer más nada sino esperar. En menos de 11 horas estaría llegando a mi destino, y allí decidiría mi siguiente paso.