“Oh mi señora Dulcinea, tesoro de la suprema gracia, depositaria de toda virtud y forjadora de cuánto hay de deleitable en éste mundo, ¿Dónde Estáis?”. Así se pregunta el grande Alonso Quijano, transmutado en el Caballero de la Triste figura o Don Quijote de la Mancha, exaltado por lo que es la búsqueda indómita de su doncella esquiva y lejana, idealizada por la amarga y dulce locura que le alumbra el entendimiento, en medio de “rústicos dioses”, en paisajes inhabitables y enfrentamientos quiméricos de real sentido para el devenir humano. Es ello muestra del infranqueable lugar, lindero cuyas tribulaciones cotidianas nos encierra entre la locura y cordura, o se confunden ciertamente los espacios inimaginables de lo que el pensamiento es capaz de asumir como real. A su vez, ello nos demuestra la verdadera condición humana y su siempre búsqueda hacia algo que le permita soñar.
La respuesta quizás se encierra en aquello que Antonio Vale nos dice como “mi más efectivo instrumento de evasión: los sueños”. Pero, ¿cómo lograr con certeza la diferencia entre el sueño y la vigilia?, o en el mejor de los casos, la incomprensible sensación de no conciliar la diferencia entre “topos”, la utopía y el logos frente a lo escatológico humano, al cinismo negador de virtudes, alejado de todo aquello que pregonaban los cínicos griegos, no puede ser sino la certeza que ni aún en los sueños se escapa la realidad, allí está presente, latente, silenciada, enmascarada, o en todo caso disfrazada como aquél seductor y soñador de cuyo nombre ya he señalado. Es entonces cuando resulta imperante el mundo vivido y sentido por cada uno de los habitantes de la comarca, ingenieros que nada ingenian, políticos que no hacen política, “bucaneros de la enseñanza”, humanidades que nada sensibilizan, pasajeros silentes y complacientes ante el siempre movimiento aplastante del poder, habituados al “Gran Hermano Orwelliano”, “o en los poetas aquellos que, inspirados a menudo sobre el ritmo emotivo de las pocetas, confunden la belleza con sus pésimas ansiedades triposas”, nos advierte de nuevo, Antonio Vale.
De allí que ritmo y movimiento no sólo se relativiza (pero ello no lo desmerita) al instante de quien transita una y otra vez por las aguas, o por cualquier lugar de nuestro presente, enseñado por Heráclito, nunca es el mismo. El uniforme del pensamiento también posee ricos y entretejidos ritmos, no solo la música, o la literatura de un Borges, o por estos lares de un Garmendia, sino allí, ocultos, visibles y convertidos en Arte, “verdaderos” artistas consagrados en cultores de la muerte, adornados con espléndidas magnolias. Sus mecanismos para abolir cualquier indicio de locura quijotesca, siempre fungirá (tratando de imitar) como el “Caballero de la Blanca Luna”, para someter (aún en la negativa orgullosa de la convicción soñadora) y lograr el cometido de humillar y acallar.
Todo esto, no resulta un mero ejercicio para las galimatías, o en dado caso no sólo ello representa, si acaso algo significa, quiere que sea el hecho de que el crisol de la individualidad es un pensamiento fuerte que se niega a morir, que no se colectiviza, aún cuando es necesario y transcendental, el juego de constantes, la polisemia de todo aquello que hay, sin dejar de asumir, pero que no tiene como fundamento “la policía del pensamiento”. Es decir, el punto “el ritmo es el orden en Movimiento”, tendrá siempre la sombra innegable del destinador, pero el lector configura el texto, según sus códigos, símbolos y signos y le da el sentido que sabe o las relaciones pragmáticas así lo disponen, trayendo por un instante a Lotman. Por supuesto sabe y no cree, pues concibo la diferencia planteada por Sócrates, o al menos dada por Platón allá en el dialogo con Critón. Asimismo, todo ello “no es plantaje ni Bulla de ala” para ganar una pelea, como nos lo dejó para siempre Alberto Arvelo Torrealba, dicho por “el Diablo” a un Florentino contestatario, sino, porque allí, también está presente los indicios de la frase primaria que nos trasportó a dar éstas sencillas líneas para la reflexión.
Todo aquello, nos conduce que el ritmo, no es solo una postura jurídica en torno algún arte; es decir, lo que dictan las leyes de los cánones, sino que escapa, que tiene como destino propio las diferentes formas de bellezas y aportes que nos ha brindado el trabajo sostenido y el esfuerzo creador de nuestra especie. Que por excelencia trasgrede, que se defiende ante el avasallante poderío de los nuevos tiempos, a la sombra y expectante, sometido como una triste figura atado a un pasado, o a un presente que lo niega, de enajenados mentales que convierte la dulzura, el amor o la belleza, en un trillado sentimiento de tontos y de pocos. Habituados a la sombra y enceguecidos ante el (h)ORROR.
Fuentes:
Arvelo, A (1999). Obra Poética. Monteávila Editores. Caracas
Lotman, I (1996). Semiótica de la Cultura y el Texto. Ediciones Cátedra. Madrid.
Vale, A (2001). Fragmentos de un Juglar. Editorial Tropycos. Caracas.