Tiendo a coincidir con la lectura de John Manuel: las protestas de los últimos días en Venezuela tienen algo de insurreccional, de desafío a una autoridad que quiere controlarlo todo. Entre las protestas estudiantiles y el ras-le-bol generalizado que invadió las calles, el punto común es aquel hombre rebelado de que hablaba Camus: el esclavo que dice, «basta». Como tal, no deberían subestimarse ni despacharse de un plumazo.
Sin embargo, una vez abandonada la calle (suponiendo que se haga de forma elegante y controlada, no como «el paro que nunca acabó» del 2002), ¿qué perspectivas le quedan a la oposición venezolana?
Acá aparece la nueva panacea lingüística venezolana: «hacer política». Si para los problemas sociales, de inseguridad y corrupción, el analista en twitter se apresura a decirnos que el problema es «la educación», el mismo sesudo politólogo amateur no escatimará en decirnos que el problema de la oposición es que debe «hacer política».
Ambos son significantes vacíos, perogrulladas de conversación de bar que no quieren decir nada. Para lo que sirven es para terminar la conversación: nuestro interlocutor, después de avanzar tan profundo «análisis», mostrará el típico rictus arrogante de quien ha hecho un descubrimiento trascendental, antes de recostarse en su asiento con la satisfacción de la tarea cumplida.
Nadie que habla de «hacer política» sabe muy bien a qué se refiere. Cuando se le presiona, balbucea algo sobre «ir a confrontar chavistas», para «explicarles algo». Refiere algo sobre los «cerros» y sobre «llegarle a la gente». Cuando se las da de continental, cita a Montesquieu o a Rousseau.
Retóricamente hablando, la oposición se enfrenta a dos grandes mentiras populistas: que Venezuela es «un país rico» y que todos los venezolanos «tienen derecho» a una parte de esa riqueza. Más o menos como un suizo explicándote que él tiene derecho a diez kilos de Nutella al año, sólo por ser suizo.
Porque es allí donde está el tuétano del asunto. No es que la oposición esté convencida de que la economía está en el suelo: es que los números se bastan y sobran a sí mismos. Sin redundar en la inflación y la escasez, tomemos el subsidio de la gasolina: este cuesta 24 millardos de dólares al año, o 6% del PIB, según documentos *oficiales*.
Esto es enorme, un despropósito monstruoso. Sin embargo, como «Venezuela es un país rico», ningún venezolano se molesta en ver que nada es gratis. Que este ofertón a lo Daddy Yankee, «dame más gasolina», lo pagas cuando se cae un puente. Cuando vas a un hospital, y no hay insumos. Cuando no sustituyen un profesor que se jubila.
En ese sentido, cuando la realidad atrape a Venezuela, va a ser muy doloroso. El despilfarro se pagará durante lustros, especialmente ante nuestros nuevos pimps: los chinos.
Después de 15 años martillando la propaganda de que puedes tener gasolina gratis, Misiones gratis, comida subsidiada y vacaciones en dólares, este discurso es casi imposible de desmontar. Una lectura rápida de cualquier artículo de Aporrea nos hace ver que estos «ajustes» son «neoliberales», ergo, malos, ergo, benefician a la «burguesía» (whatever) ergo no a ti.
Y si de «hacer política» se trata, ni siquiera los griegos han aceptado que su país está quebrado, y que deben realizar ajustes dolorosos. ¿Cómo va entonces la oposición a vender la propuesta de que se requieren lustros, tal vez décadas, para arreglar los desmanes chaveznómicos?
Si quien está enfrente promete seguir la piñata, champaña, garçon !, y te tiene convencido de que cuando la fiesta se acabe, será por culpa del enemigo (y ploploplo), convertirse en la abuela comedida que propone ahorro, trabajo y sacrificio no es exactamente lo más sexy que haya.
Hasta que la oposición no consiga hilvanar un discurso coherente alrededor de una propuesta reformista que implica mucho sacrificio, sólo podrá proponer otro-tipo-de-populismo para enfrentarse a este-tipo-actual-de-populismo.