Espumoso, como siempre, el café llegó a mi mesa y me dispuse a tomar el recipiente de vidrio y tapa de acero que contenía el blanco azúcar que endulzaría mi humeante bebida. Bien dulce, como me gusta. Un sorbo y mis oídos perciben el aumento en la voz de una mujer en la mesa contigua.
—No vale, eso no puede ser. Yo creo que mientras sigamos en la calle habrá una solución.
—Sí, yo también creo que deben seguir en la calle, pero no guarimbeando. Ese no puede ser el camino. Estamos criticando al hombre por violento y vamos a atacarlo con la misma violencia. No creo.
El diálogo era compuesto por un hombre y una mujer. Ella, de uno 35, máximo 37 años, rasgos finos, piel canela, cabello castaño bien peinado, de camisa blanca y jeans. Sus lentes correctivos eran de una delgada montura que, al tenerlos puestos, le proporcionaban un aspecto intelectual y realzaban su belleza. Él, quizá unos 38 o 40 años. Piel oscura y cabello azabache. Llevaba un anillo de graduación, que por el color de la piedra pude deducir que se trataba de un abogado. En su otro anular un anillo matrimonial. De chaqueta de cuero, zapatos bien lustrados y pantalón de mezclilla azul. Su finura y precisión al hablar exponían su preparación académica.
—Mira, apenas son doce días de protestas —prosigue ella, con más determinación que antes—. Sé que van a decirme sádica porque han muerto muchos y eso no vale la pena, pero se debe seguir trancando calles y quemando cauchos.
—No vale, así no —se lamenta él, interrumpiendo el furor de su amiga—. Estás errada. Nosotros somos responsables de tener a ese gobierno allí. Muchos dejamos de ir a votar cuando debimos. Ahora resulta que estamos enemistados con quienes sí fueron a votar y decidieron que era ese el país que querían.
—Yo voté, siempre fui a votar.
—Está bien, no lo digo por ti. Pero fíjate, esta historia se me parece mucho a la de abril del 2002: salimos, dejamos que los políticos nos manipularan y ellos la cagaron. ¿Vamos a seguir creyendo en ellos?
—Bueno, alguien debe tomar la iniciativa. Se necesitan líderes.
—Capriles dijo que no está de acuerdo con las guarimbas. Yo lo apoyo. ¿En qué beneficia eso? En nada.
—Bueno, pero es muy fácil hablar desde tu posición. ¿Por qué no vas y armas una propuesta y la presentas al país?
—No vale, así tampoco es la cosa. En todo caso, creo que ya hay gente con esta propuesta, solo que no las oyen. Prefieren el peo, el bochinche, buscar los muertos. Mira, esta situación con la guardia nacional da para denunciar al gobierno por crímenes de lesa humanidad. Pero nadie sale a hacer una denuncia, porque: primero, no confían en los poderes judiciales; segundo, si van a hacer la denuncia les van a decir que ellos también delinquen al estar cerrando vías públicas. ¿Entonces? La salida no puede ser esa. Ah, pero si agarramos y salimos a marchar, sin armas, sin guarimba, todos los días, unidos, presentado denuncias para que el gobierno las solucione, dejando atrás el rencor y llamando a los chavistas a pensar que ellos también son víctimas, creo que eso sería mejor. Y si, aun así, nos reprimen con gas y perdigones, bueno, atacaremos de otra forma, pero ya se habrá dado un paso en la dirección correcta.
—Es muy bonito lo que dices. Suena realizable, pero no en este país. Ya los medios no cubren las noticias, no hay vitrinas para la denuncia, Capriles está solo y arrinconado, la última palabra la tenemos nosotros y es la protesta. No salimos de un dictador lanzándole flores y alzando pancartas.
—Quemando al país no podemos esperar que renazca uno mejor. Habrá más odio y rencor.
La pausa fue necesaria. Yo no había podido dejar de verlos y escucharlos. Los que antes seguramente estaban unidos bajo un mismo ideal, ahora estaban divididos por una cuestión de forma pero no de fondo. Un sorbo al café. Respiran. Siguen.
—Ayer me dio una indignación ver como la guardia esa le daba con el casco a esa pobre muchacha allá en Valencia —continuó la mujer—. Eso no se hace.
—Sí —asintió él, con rostro de lamento—, fue un acto de salvajismo. Igual que lo de Geraldine.
—La gente se va a arrechar y va a terminar explotando. No es a los ricos a los que están atropellando, esa gente es pueblo y habrá muchos que votaron por ellos.
—Eso ya no importa. Olvida el tema político. El accionar debe ser ciudadano. Civil. Tú, yo, el de allá y el de acá. Estamos mal como país, pero no vamos a un buen final si seguimos así.
—¿Te parece que no hemos avanzado?
—No.
—Me parece increíble que digas eso cuando ya los medios del mundo entero saben qué está pasando aquí.
—Solo vendemos primeras planas. Ya.
—¿A ti no te da miedo salir de tu casa en la noche? Cuando vas al supermercado, ¿consigues todo lo que quieres comprar? ¿Te alcanza la plata que ganas?
—Claro que no. Es justamente eso. Ya la gente no habla de eso. Habla de protestas y guarimba, de muertos y heridos, y la razón que “encendió” todo esto ya está en segundo plano.
Otro silencio. A mí me provocó otro café y se lo hice saber al muchacho que atendía las mesas del local. Humeante e igual de espumoso que el primero, el “con leche” llegó a mi mesa para la parte final de aquella conversa.
—Algunos se alegraron cuando en Ucrania sacaron al presidente —continuó él—. Coño, Venezuela no es Ucrania. Es estúpida la comparación. No hay analogías. Ese también es un problema que tenemos. Compramos historias y modelos extranjeros.
Esta vez ella no respondió. Solo cambió el tema, volviendo al suyo. Bebió de la taza. Agarró aire.
—Hay que seguir quemando cauchos —dice ella, cambiando el eje de la conversación—. Y sobre todo ahora que viene el carnaval. El gobierno está como loco esperando que todo el mundo se vaya pa’ la playa y se olvide esto. ¡No! No puede haber distracciones.
—¿Tú has salido a hacer guarimbas, quemar caucho y esas cosas? —Pregunta él, con cierto asombro.
—Yo sí. Nada hago quejándome si no aporto. En las mañanas voy, tranco mi calle y me regreso a mi casa.
—¿Y si te pasa algo? ¿Tus chamos? Se quedan sin mamá y casi sin papá, porque él ya casi ni los ve.
—Prefiero eso a dejarlos sin país.
—Creo que estás demasiado fanatizada. No puedes pensar así. Eres una radical tratando de sacar a radicales del país. Así no.
—¿Y qué quieres? Dejar que estos m… se coman el país a mordiscos y no hacer nada. Tú tienes una hija, ¿qué le vas a decir? ¿Que cuando pudiste no hiciste nada por salvarle el país donde ella nació?
—No sé si exageras. Es probable que tengas razón. Pero en todo caso, hay caminos menos violentos y arriesgados para lograr lo que se quiere. Y hay que separar a los políticos del pueblo común, que a fin de cuentas sufren lo mismo que tú y que yo.
—Ellos están cegados. Son fanáticos.
—Tú también.
Una llamada al celular de ella le dio un final abrupto a la discusión. Ella terminó despidiéndose con un beso en la mejilla mientras aún tenía el celular en la oreja. Él se quedó un rato más, terminando su café y con la mirada perdida en el horizonte limitado de aquel recinto. Quizá por su mente pasaban los mismos pensamientos que por la mía: tanta discusión, tanto problema, tanto decir y repetir, dimes y diretes para, al final, quedar en el mismo punto. Un país dividido no se recupera con más divisiones.