En Venezuela se repiten historias y guiones. Se repiten políticas que fracasaron indiscutiblemente en otros lugares. La culpa es nuestra, porque adoramos a la gente que tiene cero capacidad, pero un poco de labia. Amamos a los novatos y los resentidos.
Uno de los problemas de poner novatos al mando es que todos tenemos que costear su lento aprendizaje. Durante años tuvimos que mantener a Chávez mientras entendía la geopolítica. Luego invertimos millones en educar a Nicolás, sin resultados concretos.
Pero ojalá fuera sólo un problema de tiempo. Ojalá fuesen sólo los millones que hemos tirado en el entrenamiento de esta clase política, ojalá fuese sólo el colapso financiero de Venezuela. La verdadera tragedia está en el costo en vidas, en torturas, en marcas permanentes. El horror no sólo está en Diosdado Cabello inculpando a muertos inocentes, la fiscal general Luisa Ortega descartando a una víctima de violación, el gobernador Francisco Ameliach llamando a matar gente, el canal del estado burlándose de las víctimas de tortura, o la defensora del pueblo Gabriela Ramírez ignorando violaciones de derechos humanos. El horror está en que todo esto hubiese podido evitarse con un poco de educación. Ojo: educación, no adoctrinamiento. No la educación que propone el ministro Rodríguez, no la Historia de Venezuela según Acción Democrática. Si más personas hubiesen abierto otros libros de historia y economía, si más personas hubiesen leído Mafalda, entenderíamos colectivamente que lo que pasa aquí, pasó en otros lugares y no terminó bien.
De nuevo, la culpa es nuestra. No de este gobierno, ni de la gente que votó por ellos. Sino de todos los gobiernos anteriores y toda la gente que votó por ellos. Somos todos responsables y cómplices de un suicido colectivo que estamos sentenciados a repetir si insistimos en andar por el mismo camino de la adoración testicular y el desprecio hacia la educación y la inventiva.
