Dese hace años la Feria Internacional del Libro (filven) ha devenido en un parapeto propagandístico de corte militar. Una celebración del pensamiento único, o peor: de la crítica domesticada y subyugada por la propaganda oficial. “Yo he visto ahí libros de tipos de oposición”, dicen quienes justifican o quieren ignorar la realidad. En todo sistema cerrado hay, claro, un espacio para algo que pueda parecer la crítica; en especial si dicho sistema pretende venderse ante el mundo como abierto y democrático. No le interesa al gobierno de Corea del Norte mostrar a escritores de oposición en una feria suya; pero sí le interesa, y mucho, a un gobierno que gasta ingentes cantidades de dinero en proyectar una imagen democrática. Para hacerlo, necesita enfrente a una crítica adocenada y dócil, lo suficientemente inofensiva como para poder instrumentalizarla. Y eso ha pasado en los últimos años con la feria del libro, donde escritores y gente de la cultura acepta gustosa ir a un espacio a hacer conferencias, conversatorios, presentaciones de libros y demás actos que permiten a la pérfida gestión del muy discriminador Ministerio de la Cultura, responsable de despidos, persecuciones, exclusiones y agresiones desde hace años contra todo lo que huela a disidencia, proyectar una imagen de apertura y tolerancia. “A mí no me obligaron a mostrar un carnet político para participar”, aducen algunos, mientras las gigantografías y propagandas que decoran… no, que inundan el lugar, hasta hacerlo irrespirable, evidencien lo contrario.
Ya es casi una costumbre mía ir todos los años a la feria y escribir luego una crónica que es respondida con la misma letanía a favor de «la iniciativa», el porlomenismo, el conformismo de aplaudir una iniciativa lamentable porque es lo que hay, y peor es nada, y buenochicoquéselevaahacer. Así que me apresté a cumplir con mi rutina anual, después de dar clases.
Había sido una buena mañana, todo fluía con cierta agradecida calma, luego de semanas en las que lo peor de la revolución bolivariana había aflorado en nuestras calles, cebándose en los Derechos Humanos y llevándose no pocas vidas, en la que es ya una de las peores crisis políticas que haya experimentado Venezuela, a manos de un gobierno que sin haber cumplido un año en el poder, tiene un expediente lo suficientemente abultado como para archivarlo entre los más represivos y sangrientos que haya conocido el país en su historia democrática. Poco después de las 3:00 pm llegué a la feria de libro en compañía de una amiga y alumna.
Al principio pensé que sería otra jornada predecible en la que pasearíamos por los mismos esmirriados stands, ubicados en medio de las gigantografías del Che, Marx y Chávez. Pero al entrar, había algo diferente. En una esquina había un tumulto de gente, y del grupo salió, con una inmensa sonrisa, Gabriela Ramírez, Defensora del Pueblo. La funcionaria se encontraba en el lugar para presentar el libro “Sin memoria no hay justicia”, de Oscar Battaglini, el ex-rector del CNE. Ver a dos funcionarios (uno ya retirado) que por obligación constitucional deberían ser imparciales, sonreír felices en un evento de evidente carácter partidista, es algo despreciable, pero era sólo el comienzo.
La decoración de la filven está en decadencia: la imagen de Chávez está ahora omnipresente, sustituyendo en recurrencia a la del Che, otrora ídolo de estas ferias, quien, desde aquella de los dinosaurios, ha visto reducirse su protagonismo. Lo mismo ocurre con Marx, de quien ni siquiera vi por ahí su Capital, ese que rifaban hace unos cuatro años. Incluso, Nicolás Maduro, a quien uno juraría siempre presente en la iconografía del evento, estaba bastante apartado de la vista. Esta era la feria de Chávez. Más bien, de sus ojitos.
Al rato, pensé que no había nada que comentar. Lo de siempre: stands de pura autoayuda, recetas de cocina, todas las editoriales del estado, poquísimos stands privados, unos anémicos stands universitarios (pasamos por uno de la ULA, universidad donde nació la escalada de protestas hace ya mes y medio), y los mismos burócratas culturales, aprovechando la feria para descansar un ratico. Todo, aderezado por una buena cantidad de personas, que más que caminar se van atropellando de a poquito, y más que comprar libros, sólo buscan pasar un rato agradable en una ciudad que no ofrece mayores opciones de esparcimiento. Pero cuando todo se ajustaba al guión, y por los parlantes anunciaban un concierto de Aquiles Báez en la sala Ríos Reina, pasó lo inesperado.
A lo largo de la feria, había algunos mimos, representando a figuras como Francisco de Miranda, y algunos niños y no tan niños aprovechaban para tomarse fotos con ellos. En el centro del solar del Teresa Carreño, comenzó a hacerse una fila de personas que buscaban un retrato, pero los retratados no eran ninguno de los mimos, sino los mismos asistentes a la feria, a quienes un grupo de cinco jóvenes que portaban franelas que rezaban “Somos colectivos de la paz”, les entregaban una pancarta similar a las que han usado los estudiantes que llevan mes y medio protestando en las calles. A la consigna estudiantil #SOSVenezuela, le anteponían un signo de interrogación y le seguía la propaganda oficial que asegura que en Venezuela no hay razones para protestar porque el gobierno ha ejecutado grandes avances sociales.
Lo escalofriante era la actitud. Aquello era como una sesión de fotos infantiles, donde los pequeños posan junto a alguna figura de dibujos animados (creadas por trasnacionales alienantes, dirá el ñángara), pero tenía un tono más siniestro. El fotógrafo se burlaba e invitaba a la gente a sonreír. Muchos pasaban de largo, pero otros celebraban el hecho y seleccionaban del piso la pancarta con la que querían posar. Las había para todos los gustos: versión estudiantil, versión sistema de salud, versión materno-infantil, versión soberanía, versión cine nacional, etc. El fotógrafo instigaba especialmente a los jóvenes, para que tomaran uno de los carteles y aceptaran posar para la foto. Claro, nada como un joven sonriendo mientras sostiene una pancarta que habla sobre la matrícula universitaria, mientras en las calles miles de universitarios piden un cambio y reciben como respuesta una lluvia de balas y perdigones, o un ataque armado de los colectivos paramilitares que han hecho el trabajo sucio durante la oscura jornada de represión que desató el gobierno.
Yo no recuerdo un acto de humillación pública de esta magnitud, usando a la cultura como mascarada. Y eso que en «cultura» tuvimos la penosa gestión de Farruco Sesto, tal vez uno de los personajes más infelices que hayan ocupado el Ministerio de la Cultura en Venezuela.
Apenas la semana pasada se hablaba en redes sociales de organizar un volanteo o pancartazo en la sede de la filven; hoy, sabemos que eso es imposible. Las únicas pancartas permitidas son estas, y la única pose que se autoriza es la de un arrogante sonriendo, regodeándose en su propia crapulencia, y creyendo que hace una gracia al participar de esta humillación tan lamentable. Siguiendo el ejemplo de los niñatos de Zurda Konducta, la filven este año descendió un poco más que los anteriores y se convirtió en el pan y circo necesario para ocultar una lista cada vez más desoladora de ignominias, torturas, muertes y persecuciones. Se los juro: salí absolutamente asqueado del lugar.
Me alegra saber que hubo escritores que, al menos este año, a diferencia de los anteriores, no se prestaron para esta charada de ir a lavarle la cara a los asesinos, con la excusa de “ahí no se habló de política”, y demás fruslerías de quienes apuestan por una cultura desangelada e inocua, que el poder pueda usar a conveniencia, así sea para humillar a unos chamos que, mientras se burlan de ellos en la filven, están en todo el país llorando a sus muertos y recibiendo coñazos de estos arrogantes.
Anteriores ferias: Filven 2010, ¡Lluvias tristes!. Filven 2011: Menos lluvia y más tristeza. IV Feria del Libro de Caracas: la más triste de todas. Dinoasaurios en la feria.