SAMOA es un local sinónimo de comida, bebidas y entretenimiento. Un oasis, donde te venden la maravillosa oportunidad de sentirte como en algún rincón de las Islas Polinesias, con el sabor de la mejor comida. Además de una exquisita coctelería más exótica que sus precios y por supuesto, el calor de la gente de Venezuela en un ambiente único en su estilo. Perfecto para el adulto que busca almorzar o cenar para luego extender el rato con un buen vino y desahogarse con la mujer de otro hombre o con el hombre de otra mujer; en fin es el lugar indicado para ir con “la otra”. Como sea, este es un establecimiento divino, donde cada quien se concentra en las piernas y/o la cartera de su acompañante.
Poseo cierta fascinación por la conducta humana. Me gusta detenerme en la observación de sus movimientos, tantear hallazgos, buscar algún gesto que me diga algo de quienes son. Realmente, disfruto especulando la historia de algún personaje desconocido. SAMOA “La isla de la gente feliz” es un festín para personas como yo –con ojos que burlan la seguridad-. Todos están tan pendientes de criticar a la chica que se niega a cumplir los patrones establecidos por la moda, que se olvidan de cuidar su propia actuación. Entonces, están allí como una prenda exótica: Dispuestos a ser observados, con sus despechos e ideas fracasadas saliendo a toneladas por los poros.
Voy con la historia, no me hago responsable de las pesadillas que esto les pueda causar, ni de mentes débiles atrofiadas por lo que leerán a continuación. Así sucedió: El pasado viernes, por un repentino ataque de aburrimiento, me encontré sentada con un grupo de amigos en una mesa de cuatro puestos, en ese maravilloso lugar (SAMOA), frente a mí otra de las tantas mesas, pero esta era mucho más grande, ocupada por siete hombres de edades comprendidas entre 40 y 50 años, todos trabajadores de la Compañía líder mundial en productos y servicios automotrices (Ford), por si el logotipo azul y blanco estampado en sus franelas no era suficiente para alardear de su muy cómodo estilo de vida, en sus muñecas relojes y prendas de valor o fantasía muy engañosa.
Tan transparentes y descifrables como unos libros abiertos. Estos hombres estaban acompañados por 4 chicas, unas jóvenes preciosas, claro, solo si te gustan las mujeres plásticas y rubias de cerebro. Capaces de besar a cuanta cana le ponga el ojo.
Ser observadora puede representar una bendición y una maldición, dependiendo del contexto. Durante ese infame momento de tortura visual, fue un verdadero fastidio. Centré la mirada en aquel grupo de seres aparentemente pertenecientes a una sexta donde, juzgando por el cóctel de babas que hacían al compartir la misma mujer, se evidencia que las relaciones sexuales deben ser un acto grupal. Cuando me di cuenta estaba diciéndole a mi acompañante «ve al hombre alto. Le está montando cuernos a su esposa».
Por si fuera poco, «la otra» del hombre alto, vendió a una de sus amigas por medio de una fotografía (en traje de baño) a otro sujeto un poco mayor de 50. Las señales estaban ahí, ellas buscaban un cajero automático y ellos unas jóvenes para pasar la noche fuera de casa.
Imagino la escena: En un buen hotel de la zona el señor que ya es abuelo, olvidó la pastilla azul en su Explorer nueva. Mientras el sujeto baja al estacionamiento rápidamente en busca de sus erecciones encapsuladas, en la habitación permanece “la otra” arreglando su cabello postizo y tomando cualquier tipo de antieméticos para calmar las nauseas que le produce el simple hecho de imaginar el cuerpo desnudo de su patrocinante.
-Ve y descubre la experiencia de SAMOA.
Zuheidy Rubinetti