Sobre Adriana

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Hay un viejo refrán que dice que no hay novias feas ni muertos malos, queriendo decir con esto que cada vez que una mujer se casa o una persona muere, existe un compromiso social que invita a alabar la belleza de la novia y la bondad del fallecido. Hay quien en esto ve un rasgo de hipocresía, y a lo mejor de alguna forma sea verdad; pero también hay algo de perspectiva: al recordar una vida completa, las miserias y pequeñeces que existen en cualquier persona, se reducen hasta casi desaparecer. Tal vez por eso nunca recordamos a quienes perdemos por sus defectos, sino por sus virtudes. Sin embargo, en el caso de Adriana, no es difícil, porque no hace falta hacer un inventario deshumanizándola y resumiendo sólo las cosas positivas sobre ella. Para resumir su vida, basta con describir lo que ha pasado en las últimas 36 horas.

Desde la gris mañana de este lunes, en la Medicatura Forense del Hospital Victorino Santaella, en Los Teques, ha concurrido hasta su familia un desfile de personas que sólo se acercaron para dar las gracias. La mayoría de ellas no puede hablar; lo hacían por señas. Y es que desde la mañana posterior a su asesinato, he sido testigo de cómo cientos de personas con discapacidad auditiva se acercaron tanto a la Medicatura Forense, como a la Funeraria Vallés, donde aún en estos momentos es velado el cuerpo de Adriana. Personas de diversas edades: desde niños, acompañados por sus padres; jóvenes más o menos contemporáneos a nosotros, o personas mayores, suelen repetir la misma rutina. Llegan a la Funeraria, sin flores y sin estar vestidos de negros, se acercan primero al féretro, donde la mayoría se quiebra por unos momentos, y luego atraviesan la profusa cantidad de personas presentes, se acercan a la agotada madre de Adriana, y en un par de señas sencillas, que dicen más que todas las frases hechas y premeditadas que suelen repetirse en los funerales, dan las gracias. “Gracias a Adriana aprendí a hablar en señas”; “gracias al trabajo de Adriana, mi hija puso ser aceptada en una escuela aún con su discapacidad”; “gracias a Adriana pude adquirir las herramientas necesarias para conseguir un trabajo, luego de que me discriminaran por ser sordo”.

Una y otra vez he visto repetirse esa rutina durante las útimas horas; y una y otra vez, Manuela, su madre, ha recibido esos agradecimientos, sobreponiéndose a su evidente agotamiento físico y emocional, y sabiendo que ese es el mejor homenaje que se le puede hacer a su hija.

Conocí a Adriana hace unos 18 ó 19 años, cuando mi mamá trabajaba limpiando una emisora de radio local, y yo, que a veces la acompañaba en el trabajo, fui invitado a ser parte del staff del programa infantil de la radioestación. A las pocas semanas, Adriana se integró al grupo. Era una niña de enormes lentes y que por aquel entonces solía cantar canciones folclóricas, acompañada de un cuatrista local. Su mamá siempre la llevaba a los programas que se transmitían los domingos, en Radio Sintonía 1420 am. Uno de esos domingos, Manuela propuso ir a su casa a tomar chocolate caliente y pasar la tarde juntos. Y desde ese día comenzamos a hacernos cercanos. No voy a inventariar aquí los recuerdos y vivencias que compartimos, porque me juré que redactaría estas líneas sin convertirlas en un memorial de recuerdos; ya ha sido suficientemente doloroso que hayan resurgido en las últimas horas. Pero diré que Adriana y su familia fueron parte de mi infancia, de esos recuerdos insignificantes que, de adultos, descubrimos que ayudaron a hacernos los hombres que somos.

Todos los que la conocimos en esa época, estoy seguro, le imaginábamos un futuro en el mundo de la música. Por aquellos días no había recital local donde no participara, se ganó decenas de concursos infantiles de canto y tomaba clases de música. Una vez nos reunimos todos en su casa, porque la invitaron a cantar en televisión y su mamá quería mostrarnos orgullosa la grabación del programa.

Pasó el tiempo, y nada de esto ocurrió. En uno de esos giros en la vida de alguien, que sólo quien los vivió puede explicar con verosimilitud, quien de niña y adolescente soñaba con cantar ante grandes audiencias, había decidido estudiar para ser Licenciada en Educación Especial, con mención en Deficiencias Auditivas. No sé, pero me cuesta imaginar un mayor acto de generosidad y limitación del ego, que el de alguien que en algún momento de su vida escogió trabajar precisamente para quienes nunca pudieron escuchar su talento.

Al poco tiempo se hizo habitual verla de intérprete de varios canales de televisión, rotó por varios hasta que se estabilizó en Venevisión. Pude ver esa primera emisión en la que debutó en el canal de la colina. Recuerdo las palabras del presentador, Eduardo Rodríguez, quien destacaba los enormes ojos verdes que siempre, aún cuando usaba los lentes por los que le jugamos miles de bromas cuando niña, no dejaban de mirarte con una enorme potencia.

Hace un par de años, en su fiesta de cumpleaños, amanecimos con varios de sus amigos en casa, allí me di cuenta de que estaba plena en su vida laboral, como pocas personas alcanzan a estarlo. Mientras la mayoría vivimos en eternas insatisfacciones profesionales, frustrados con nuestro trabajo y preguntándonos si escogimos la forma correcta de ganarnos la vida, Adriana hablaba de su labor con la seguridad de quien encontró pronto qué le hacía feliz y cómo vivir de ello.

El pasado domingo, cuando se supo de la noticia de su muerte, estoy bastante seguro de que todos sentimos que se había muerto una buena persona. Y cuando digo “buena persona”, no me refiero a una beatería moralista que pretenda decir que Adriana no era un ser humano como cualquier otro, con defectos y virtudes, con momentos altos y bajos; sino buena en el sentido de alguien que siempre jugó limpio y que prefirió que su paso por este mundo estuviera marcado por la vocación de servicio y por el trabajo social, ese que, al final, desde los pequeños cambios que provoca, hace de este un mundo un poco mejor, más amable y más humano.

Es ineludible comentar aquí el horror que cegó la vida de Adriana. Estoy seguro de que jamás entenderé como alguien puede disparar sobre la humanidad de una mujer con casi seis meses de embarazo. Un acto de violencia que despierta nuestra indignación y nos conmueve en lo más profundo, el infierno que sufrió Adriana y el dolor con que ahora vivirán sus sobrevivientes, en especial su esposo, su madre y su hermana. Se ha comentado muchas veces que la violencia, a veces, se convierte en una estadística hueca, un número que se repite, olvidando que detrás de cada cifra hay una historia que contar. En este caso, y escribo esto a petición expresa de su madre, hay que agregarle el horror de la violencia política, este espanto que pretende dividir a las personas y ver si detrás de una muerte hay beneficio para uno u otro bando. En el caso de Adriana, no podría ser más fuera de lugar; porque en las últimas horas, las cientos de personas que se han acercado a la Vallés a reconocer el trabajo de Adriana, lo han hecho a sabiendas de que ella nunca se prestó para ningún tipo de discriminación. La lucha por los derechos de las personas con discapacidad ha estado exenta de colores o bandos, y tal sea el ejemplo perfecto de que es posible luchar juntos más allá de las ideas de cada quién. Y Adriana, fuera colaborando con el Conapdis o trabajando en Venevisión, fuera traduciendo un evento privado o en la modesta escuela pública de Los Teques donde trabajó por primera vez en 2006, siempre puso su trabajo a disposición de todos quienes la necesitaron, y a todos atendió con la misma mística y la misma entrega, sin preguntarles nunca qué pensaban o en qué partido militaban. Por eso la petición de su madre ha sido, una y otra vez, a cada periodista que se ha acercado a preguntarle, un simple: “No tengo ganas de hablar, pero quiero pedir que no se politice el caso, y, sobre todo, que no se use la memoria de Adriana para divulgar mensajes de odio o venganza”. Eso ha repetido Manuela una y otra vez, como un mantra.

En este punto, el mejor homenaje a su memoria es honrar su vida, una vida en la que jamás hubo espacio para la discriminación. Una vida dedicada, precisamente, a vencer los prejuicios que siguen existiendo en la sociedad contra las personas que sufren alguna discapacidad. Usar el nombre de alguien que siempre luchó contra la discriminación para hacer observaciones parcializadas con fines políticos, es deshonrarla. Vale decir, que el trato que los familiares han recibido de parte de los funcionarios del gobierno que los han contactado, ha sido ejemplar y muy respetuoso. De hecho, gracias a nuestro embajador en España, su hermana mayor pudo llegar al país en pocas horas para acompañar a su madre en tan difícil momento.

Quiero cerrar estas notas recordando un poema del Canto A Mí Mismo, de Walt Whitman. Dice la estrofa VI de aquel canto:

¿Qué piensas tú que ha sido de los viejos y de los jóvenes, de las madres y de los niños que se fueron?/
En alguna parte están vivos, esperándonos./
La hojita más pequeña de hierba nos enseña que la muerte no existe;/
que si alguna vez existió, fue sólo para producir la vida;/
que no está esperando ahora, al final del camino, para detener nuestra marcha;/
que cesó en el instante de aparecer la vida./
Todo va hacia delante y hacia arriba./
Nada perece.

Nunca había entendido la fuerza de esos versos con tanta lucidez como hoy, cuando vi todo el legado de Adriana, todas esas muestras de gratitud y apoyo que se hicieron presentes, de la forma más humilde en una jornada que a pesar de su amargura y tristeza, nos mostró con todo su esplendor que Adriana no ha muerto, que su espíritu vive en cada persona que tuvimos la fortuna de conocerle y en todas esas cientos de personas que pudieron beneficiarse de su trabajo o recibir su ayuda, y que hoy simplemente se acercaron a dar las gracias, a decir que su vida tuvo sentido. Su espíritu va hacia adelante y hacia arriba, no perece y será muy difícil olvidarnos de ella.