«Los lugares más oscuros del Infierno están reservados para aquellos que mantienen su neutralidad en tiempos de crisis moral.» (Dante, La divina comedia)
«Inferno» de Dan Brown es la primera novela que leo de este autor (después de haber visto las versiones cinematográficas de «El código Da Vinci» y «Ángeles y demonios»). Me asombró la capacidad de narración del autor que mantiene una sucesión de eventos que yo pensaba que no podría sostener a los largo del relato y que, sin embargo, dosifica a lo largo de las quince horas de lectura (leí la novela en formato e-pub, por eso hablo de horas de lectura y no de páginas).
Otro aspecto que llamó bastante la atención es la narración «cinematográfica», cada capítulo parece pensado como una escena de una película; es eso o yo ya no puedo concebir una lectura sin imaginarla (es decir, literalmente, llenarla de imágenes) como una película. Algo similar me ocurrió al leer «La rebelión de Atlas» de Ayn Rand, pero ella era guionista de cine y quizá su oficio influía en su narrativa.
Hasta aquí la crítica propiamente literaria de la novela. El punto que quiero tocar en profundidad es el tema que desencadena los acontecimientos que narra Dan Brown. (Advertencia: Los que no hayan leído la novela encontrarán de aquí en adelante revelaciones sobre la trama.) El protagonista, el profesor Robert Langdon, gracias a la ayuda de las consabidas claves simbólicas, debe encontrar un virus que pesa como una amenaza fatal sobre toda la humanidad. El villano nominal ha desarrollado genéticamente esta plaga por su preocupación acerca de la sobrepoblación mundial y mediante ella quiere salvar el planeta y a la humanidad misma. Cuando llegué a esta parte de la novela pensé en los años 60 y 70, entonces esa temática era LA temática; hoy en día, debido quizá a que la idea de que sería mejor que media humanidad se muriera resulta chocante, el discurso ha sido cambiado por detener el «consumismo» y salvar a la madre naturaleza de la voracidad del hombre. Sin embargo Brown regresa a la raíz, el problema es la superpoblación y nos muestra (a través de los personajes, claro) toda la evidencia del mal, la sobrepoblación (es decir, yo, tú él, nosotros, vosotros, ellos) y los mecanismos mediante los cuales estamos no solo destruyendo el planeta sino amenazando la supervivencia misma de la especie humana.
Éste es un tema recurrente en la literatura. De buenas a primeras, recuerdo inmediatamente a Aldous Huxley que ya a comienzos del siglo XX tenía todo resuelto en «Un mundo felíz», con la natalidad planificada centralmente y toda la población equipada con los simpáticos «estuches maltusianos». Los autores de ciencia ficción resolvían el problema mediante la colonización del espacio exterior, pero en todo caso lo percibían como un problema. Pero, por otro lado, también recordé la apuesta entre Julian Simon y Paul Ehrlich. Resumiéndolo violentamente para no abusar del espacio de este artículo, Ehrlich afirmaba categóricamente, si no se tomaban medidas drásticas (y, a veces, por la fuerza), que millones de personas morirían de hambre en el mundo, incluso dentro de los EEUU, poniendo incluso fecha a sus predicciones. Simon, por su lado, afirmaba que la humanidad no se propaga como ratas de campo.
Sus ideas contrapuestas se debatieron con una apuesta. Si, según Ehrlich, el planeta no podría sostener la creciente población, los precios de las materias primas tendrían que subir debido a su creciente escasez. Ehrlich debía escoger alguna materia prima (no controlada por el gobierno) que pensara que tuviese los días contados – cobre, estaño, cadmio, lo que sea- y señalar una fecha cualquiera en el futuro, cualquier fecha más allá de un año, y Simon apostaría a que el precio de la materia prima iba a ser inferior del que era en el momento de hacer la apuesta. Se fijó un plazo de diez años, al final del cual todos, TODOS, los precios de las materias escogidas por Ehrlich bajaron de precio.
El enfoque de Ehrlich consistía en extrapolar el aspecto depredador (su profesión era la de entomólogo) de las especies a la humanidad. Simon (economista) decía que cada ser humano era el recurso natural más valioso y que su capacidad de pensar lo sacaba del ciclo maltusiano.
En la novela, Dan Brown (o uno de sus personajes) describe el crecimiento poblacional humano como una colonia de algas de superficie «que vive en la pequeña laguna de un bosque, disfrutando de los nutrientes en equilibrio con su entorno. Sin control, las algas se reproducen con tal rapidez que, al poco, cubren toda la superficie de la laguna, impidiendo el paso de los rayos del sol y evitando el crecimiento de los nutrientes. Tras agotar todos los recursos de su entorno, las algas mueren y desaparecen sin dejar el menor rastro». Lo cual, estrictamente desde un punto de vista biológico, es cierto; pero a esas algas nunca se les ocurriría, ni menos llevarían a cabo, la fertilización artificial de la laguna ni desarrollarían la técnica necesaria para permitir el paso del sol.
Al final, uno no sabe con certeza si Brown cree en la historia que novela. Por lo menos Robert Langdon (¿su alter ego?, ¿el alter ego del lector?), sí termina creyendo. La novela comienza y casi termina con la cita de Dante que puse al comienzo de este texto. No podemos desentendernos del problema, a costa de hacernos cómplices. La imperiosidad del mensaje (dejen de reproducirse o acabarán con el planeta, o algún loco los forzará) queda flotando aún después de cerrar el libro.
PD: Para una crítica menos benevolente que ésta, pueden leer (en inglés): Dan Brown in Hell. Sobre Julian Simon: Un homenaje a Julian Simon. Sobre el neomaltusianismo: El Neomaltusianismo: ¿Ciencia o ideología totalitaria? (Vídeo).