Mi vida, a través de los perros (LXVII)

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Recuerdo el primer lunes justo después del día de las elecciones: estaba tomándome un café en la panadería de costumbre, cuando entraron dos hombres portando boinas rojas de fieltro, quienes, después de consumir un suculento desayuno, se fueron sin pagar diciendo en voz alta: «Ya van a saber lo que es la disciplina, estos comerciantes estafadores. Los vamos a reeducar». Los parroquianos nos miramos a la cara, pero no emitimos ningún comentario. Estábamos todavía bajo el shock de lo ocurrido la noche anterior, cuando los miembros del organismo electoral habían proclamado como ganador, con una amplia ventaja, al exgolpista. En lo particular no me lo podía creer. Y no tenía la menor idea de lo que iba a ocurrir en adelante. Si me atenía a la propaganda de los partidos tradicionales, el objetivo del antiguo teniente-coronel era el de instaurar un régimen de extrema izquierda, al estilo de los totalitarismos tradicionales. En cambio él decía que sus intenciones eran humanistas, que su compromiso era con los pobres en primer lugar pero que no pensaba acabar con las demás clases de la sociedad.

Las dudas me asaltaban: ¿Qué sería más sensato, vender todo lo que se pudiera y huir al exterior, tal vez al país en donde vivía mi hija, o confiar en que todo pasara y que el tiempo se ocupara de componer las cosas? No sé a quien quería engañar, la pregunta estaba contestada de antemano. Me quedaría donde siempre, siguiendo mi habitual estrategia de avestruz, confiando en que todo se resolvería por sí solo. Viendo cómo poco a poco todo se deterioraría, lenta pero inexorablemente, cómo se nos irían cercenando los derechos y los espacios, cómo el ideal del nuevo hombre en realidad constituiría un envilecimiento de la condición humana. Pero me estoy adelantando.

El año que transcurrió desde la proclamación de la victoria del exgolpista estuvo signado por la incertidumbre, pues las señales que se enviaban desde el poder eran confusas: convertido en una especie de «show man», el presidente lanzaba ideas en plena cadena nacional, y el tren ministerial se abocaba a complacerlas. Fue así como nos enteramos que él se cambiaría el nombre si transcurridos doce meses de su mandato seguían habiendo niños de la calle, que iba a instaurar gallineros verticales en todas las viviendas para lograr el autoabastecimiento, y afirmaciones tremendistas por el estilo. Pronto sintió que la constitución vigente era una camisa de fuerza para sus intenciones, por lo que se puso como objetivo inmediato convocar una asamblea nacional constituyente para redactar una carta magna a la medida de sus necesidades. Pero para ello primero necesitaba un instrumento legal que le permitiera materializar sus planes, y decidió realizar una consulta popular para contar con alguna legitimidad. El país se paralizó por unos meses, los que duró el proceso de propaganda a favor o en contra de la propuesta del gobierno. Por supuesto la oposición en pleno se cuadró alrededor del «No». Se había seleccionado ya la fecha para el evento electoral, el 15 de diciembre. Ese mes arrancó con unas lluvias inusuales, de manera particular sobre la cordillera de la costa. El día de la elección fue uno de los más lluviosos, la montaña estaba tapada por unos nubarrones negros que descargaban relámpagos a cada rato. Ya para las 2 de la tarde se empezaron a reportar daños en diferentes zonas costeras, pero el evento siguió su curso. En la noche se anunciaba la victoria del «Sí», lo que se traducía como la inminente convocatoria a la Asamblea Constituyente. La mañana siguiente todos los habitantes del país despertaron viendo las pantallas de los televisores, que transmitían sin cesar las terribles imágenes de las zonas que habían sido víctimas de lo que empezó a llamarse «el deslave»: los terrenos montañosos, sobresaturados de agua, se precipitaron cerro abajo, sepultando poblaciones enteras. Los daños lucían incalculables, el número de víctimas también. Hubo necesidad de implantar operativos de desalojo de las zonas afectadas, con un gran despliegue de aeronaves y campamentos improvisados. Fue una semana luctuosa y de terror; muchísima gente lo perdió todo en ese evento. Familias enteras desaparecieron bajo el lodo y las enormes piedras que bajaron en caída libre desde lo alto de la montaña. Hasta cambió la geografía, ya que la costa en muchos puntos le ganó varias decenas de metros al mar. Fue tal vez la mayor tragedia colectiva registrada en el país durante el siglo XX, mucho peor que el terremoto que había sacudido a la capital unos 30 años antes.

Fue la primera prueba de fuego para el incipiente gobierno, y la resolvió de la única manera que conocía: después de evacuar a la población más afectada, militarizó la zona previendo saqueos y desmanes. Pero no sirvió de mucho, pues muchas veces los mismos soldados eran quienes se aprovechaban de la situación. Empezaron a circular muchas historias escabrosas de violaciones, robos y vejámenes varios por parte de efectivos de las fuerzas militares, pero el gobierno, en vez de solicitar una investigación, optó por la opacidad y dejó las cosas así. Se nombró a una autoridad única para el rescate de las áreas afectadas, que comenzó a realizar algunos estudios pero cuando solicitó los recursos para abocarse a la reconstrucción les fueron negados, por  lo cual renunció de manera inmediata, quedando el proyecto acéfalo y la región a la deriva.

Por mi parte realicé un cambio drástico: vendí la casa que habitaba y me mudé al piso superior de la tienda. Era la cosa más razonable que podía hacer: no necesitaba mucho espacio, pues éramos solo Caruso y yo, por lo que el área a mi disposición era más que suficiente. Hice unos pequeños arreglos para disponer de un cuarto, una cocina-comedor y un baño, y un espacio que le sirviera de desahogo al perro. Me evitaría aquellos largos recorridos que comenzaban a hacérseme pesados, y tendría mayor control sobre la tienda. Y sospechaba que iba a ser necesario, ya que se avecinaban días difíciles.

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