Mi vida, a través de los perros (LXX)

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No hay muchos acontecimientos personales que recordar, en estos últimos tiempos. Mi vida se volvió una monótona sucesión de actividades iguales. De lunes a sábado encerrado en la librería, tratando de matar el tiempo atendiendo a los cada vez más escasos clientes, organizando las existencias que poco a poco van mermando, o simplemente escribiendo esta crónica en los tiempos muertos. Lo que empezó como un ejercicio de memoria hace un par de años, sin ningún método ni experiencia previa, se ha vuelto una actividad imperiosa, que que no sé cuando ni como acabar.  Los domingos se los dedico por entero a Caruso, quien es el único ser a mi cargo en este momento. Tal vez esos largos paseos que solemos dar las mañanas, muy temprano para aprovechar la soledad de las calles, sean los únicos momentos de dicha que disfrute. En esos ratos puedo poner la mente en blanco, o ponerme a recordar acontecimientos del pasado, cuando todo era más fácil y, dentro de lo que cabe, feliz. Trato de abstraerme de la asfixiante realidad. Caminamos sin rumbo establecido, hasta que el sol se vuelve demasiado inclemente y nos obliga a desandar el camino, para terminar el día echados en mi cuarto, después de haber comido cualquier cosa.

Sin embargo sí hay algo que relatar, pero muy doloroso y que me llena de vergüenza: el alejamiento casi definitivo de mi hija. Es algo que me colma de tristeza, pero que no puedo evitar. En su tránsito de la niñez a la adolescencia se puso a cuestionar muchas cosas, entre ellas mi terca resolución de no acompañarlas, y decidió que yo no era esa figura que había idealizado en la infancia. En los últimos tiempos expresa hacia mí algo entre indiferencia y rencor, cosa que se evidencia en las cada vez más distantes comunicaciones que intercambiamos. Entre líneas puedo leer los reproches que me dirige, y debo admitir que tiene toda la razón. ¿Para qué me empeciné en quedarme en esta tierra, que cada día es más hostil? ¿Tendré algún porvenir? Estoy solo en un país del cual no quise irme por profesarle horror a la emigración, pero la verdad es que en estos momentos me siento extranjero en mi propia tierra. Esa parece ser la maldición que persigue a las familias de emigrantes: no poder echar raíces en ningún sitio, no sentirse a gusto, en casa, en ningún lugar. Por otro lado tengo temor de que el revanchismo aupado desde las altas esferas del gobierno cristalice en la población en general, y nos haga ver a los comerciantes como los enemigos a derrotar. Como si la culpa del descalabro económico que comienza a desarrollarse fuese de nosotros.

Por eso fue que acepté el llamado al paro de diciembre pasado, y estoy acatando el que se propuso en estos días de abril. La aprobación de las leyes habilitantes que le dan facultades extraordinarias al presidente para legislar en prácticamente todas las materias constituyó un golpe duro, que generó reacciones en todos los sectores, incluso en la primera industria de la nación. Fue vergonzoso ver como despidieron a los gerentes disidentes de la industria petrolera en cadena nacional, pito en la boca, como si fuera un grotesco carnaval. También por eso creo que es necesario tomar acciones contundentes que promuevan un cambio mientras estemos a tiempo. Hay rumores de insatisfacción en algunos círculos militares. Por un lado tengo la convicción de que los rumores no deben ser atendidos. Y por el otro desconfío de las intenciones de los militares. Basta leer algo de historia para saberlo. Ellos tienen su lugar en los cuarteles, no en la administración pública.

Hay fermento en la calle. Todos los días hay marchas y manifestaciones. Para mañana están llamando a una concentración que está generando grandes expectativas. Dicen que va a ser la más grande aglomeración de personas que se haya visto en el país. Por supuesto pienso acudir, es lo único que puedo hacer. Los medios oficialistas están alertando a sus partidarios, tal vez buscando intimidar a los opositores con la posibilidad de hechos violentos. Pero de este lado estamos resteados, creo que se avecina algo grande. Tengo el pálpito de que el 11 de abril va a ser un día decisivo en la historia de mi país.

EPÍLOGO

La empinada y ancha avenida luce inusualmente desolada para esa hora del día. Ya comienza a caer el sol, y se enciende el alumbrado público. Todas las santamarías de los numerosos comercios que pueblan ambas aceras de la importante arteria vial están cerradas. Ningún vehículo se aventura a transitar por la calzada. El olor a pólvora impregna el ambiente, así como el humo picante que desprenden las armas de fuego cuando son accionadas. Se percibe en la atmósfera que en el lugar ocurrió algo muy serio, una batalla campal. El silencio es tan predominante que despierta temor. Y un mayor acercamiento permite que el temor se materialice en algo más palpable, y se transforme en horror.

No es para menos: diseminados a lo largo de la vía, varios cadáveres exhiben tiros en la cabeza, como si los hubieran ejecutado. Hay de todo: jóvenes, ancianos, mujeres, hombres. Todas las escenas lucen iguales: el cadáver en completa soledad, flotando sobre un charco oscuro y denso. Solamente una se escapa del lugar común: debajo de un farol , custodiando a un hombre caído, hay cinco perros. El aspecto del individuo hace presumir que debe haber andado en su cincuentena; ya las canas espolvorean su cabellera, que comenzaba a ralear. La actitud de los cinco animales sorprende por lo solemne. No se mueven ni por un instante. Y no permiten que nadie se le acerque a aquel hombre anónimo, que pudiera ser cualquiera. Un hombre con una historia a cuestas, que decidió ese día salir a la calle a perseguir un espectro de libertad, pero en cambio encontró la muerte en una polvorienta avenida del centro de la ciudad.

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