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Los mundiales de Fútbol o el nacionalismo cada cuatro años

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Cada cuatro años el mundo entero se paraliza durante un mes largo, y los televisores se vuelven el artefacto más codiciado de las casas, oficinas, restaurantes e incluso funerarias. Todos se pegan a la fiebre mundialista. Y todos le van a por lo menos un equipo. Los carros llevan una, dos, hasta cuatro banderitas voceando las preferencias futboleras de sus sus dueños. En el caso de los hijos de inmigrantes, como lo es el mío, aflora un nacionalismo de segunda mano por la patria que vivimos a través de la nostalgia de nuestros padres. Y en ese momento nos sentimos italianos, españoles o portugueses.

Yo tengo una relación amor-odio con la «scuadra azzurra». Me ha dado momentos de dicha suprema y también la mayor decepción de mi infancia. El Mundial México 70. Fue el primero que viví a plenitud, ya que en los dos anteriores estaba demasiado pequeño para interesarme por esos eventos. Pero el del 70 fue mi debut en el sufrimiento futbolístico. Italia llegó como siempre a trompicones a la final, dejando en el camino a un equipo alemán que largó el cuero en la cancha, en una de las semifinales más duras registradas hasta el momento. 4-3, con una prórroga de infarto. Recuerdo que en el paroxismo de la victoria, mi padre me ofreció comprarnos unas franelas azules y los escudos del equipo italiano (en ese entonces el merchandising estaba en pañales y eso era lo máximo que se podía lograr) para salir a desfilar por el bulevar de Sabana Grande cuando la gran victoria italiana se consumara el domingo, frente a los basileños. Yo me emocioné todo con esa posibilidad, pero parece que mi papá lo pensó mejor y decidió no hacer esa inversión. Yo no tomé esa acción como muestra de derrotismo sino de economía, y no dejé que me bajara el entusiasmo. Llegó el domingo, llegó la hora del partido, llegó el primer gol de Brasil. Y llegó el empate de Italia. Pero llegó el segundo tiempo cargado de goles, para Brasil. 3 más para su cuenta. No me lo podía creer. 4-1, una derrota humillante, que me desarrolló un odio profundo hacia los brasileños y su fútbol. No fue sino ya de mayor que pude asimilar la superioridad manifiesta de el Brasil en ese entonces, y apreciar las genialidades de Pelé y compañía.

Y a partir de ese momento, cada cuatro años se repite el mismo ritual. Decido que esa vez no voy a permitir que me afecte tanto el mundial, y lo sufro igualito. Porque ser «tifoso» es sufrir, no nos caigamos a engaño. La historia del fútbol italiano está plagada de gestas memorables, de victorias al filo del reloj, de partidos aguantados en el 1 a 0 tempranero con un asedio inmisericorde del contricante frente a la portería, que quien sabe por cual sortilegio se mantiene inviolada por el tiempo que le queda al partido. Grandes victorias, aplastantes derrotas. Enemigos acérrimos y supuestamente imbatibles, como Brasil y Argentina (aunque a ambos los sacaron del mundial España 82 en una segunda vuelta infernal, gracias a Pablito Rossi). Sopitas como Alemania, que no da pie con bola cuando se trata de Italia.

Falta menos de una semana para que arranque el próximo mundial, y ya los nervios están acechando en las tripas. A pesar de que también esta vez me prometí a mí mismo no dejarme involucrar demasiado, sé que es una gran mentira. Y sé que voy a sufrir otra vez. Qué carajo, es nuestro sino. Forza Italia!

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