Hay ideas que, a pesar de haber fracasado en la interpretación y transformación de la realidad, continúan ejerciendo un fuerte poder de atracción. Resulta asombroso que aun después de que estas visiones engendraran el horror y la muerte a través de proyectos demenciales, millones de personas estén dispuestas a defenderlas y representarlas nuevamente.
Se ha escrito mucho para intentar comprender cómo fue posible que Hitler, Stalin y Mao contaran con el apoyo de gran parte de las sociedades a las que pertenecían para sostener y realizar sus delirios. Este análisis no es motivado únicamente por la sospecha de que en la comprensión de estos fenómenos se encuentra una clave para descifrar la condición humana, sino también por la necesidad de comunicar una advertencia desesperada.
Vivimos tiempos en los que el mito de Chávez encarna un proyecto totalitario cuyo objetivo es que la izquierda marxista dirija el destino de América Latina, en los que Marine Le Pen amenaza con invocar los demonios del fascismo en Francia y en los que Alemania observa con preocupación el sostenido crecimiento de diversos movimientos neonazis. Tiempos en los que ISIS busca instaurar un estado islámico yihadista radical y la NSA un estado de vigilancia global. De la izquierda y de la derecha, de todas partes, el individuo enfrenta poderes que intentan imponer una imagen del mundo aunque esto implique destruirlo.
No cabe duda de que la violencia que ostentan es tangible, cruda y material, tienen el poder de transformar nuestras vidas físicamente. Pero la comprensión de estos procesos en toda su complejidad pasa por el análisis y reconocimiento de las estructuras teóricas que motivan, y a sus ojos, justifican sus acciones. La necesidad de la empresa es creada por una metafísica que le da vida y sentido a los proyectos.
Rudiger Safranski, en su ensayo “¿Cuánta verdad necesita el hombre”, advierte los peligros menospreciar el núcleo ideológico de estos movimientos.
“El peligro de estos totalitarismos se minusvalora si solo observamos en ellos un abandono del sentimiento moral y una irrupción paranoica de las pulsiones criminales del colectivo. En el crimen totalitario (Auschwitz, el archipiélago Gulag o el genocidio de los jemeres rojos) rige más bien una lógica de la autodeterminación moral a su vez gobernada por la pretensión de verdad de una imagen del mundo con la que el autor se identifica plenamente. Las imágenes del mundo de los dos grandes totalitarismos de nuestro siglo se instalan en una tradición metafísica que pervierten atrozmente. Son imágenes metafísicas porque se arrogan la posibilidad de captar en su totalidad la verdadera esencia de la naturaleza y de la historia. Son sistemas metafísicos porque aspiran nada menos que a una comprensión de lo que el mundo guarda en lo más profundo. Formulan leyes de la historia (lucha de clases o de razas), leyes que adquieren en la teoría un significado ambivalente: poseen una naturaleza descriptiva a la par que normativa; se afirma que esas leyes de hecho se dan y a la vez se postulan como leyes que deberían darse. La ley de la historia que presuntamente se ha descubierto no se cumple de forma automática, con independencia de las partes implicadas, sino que tiene que acatarse conscientemente. El conocimiento de la ley histórica tiene que ir acompañado de su realización, sólo así puede la realidad liberar su verdadera esencia: así reza la promesa de la metafísica totalitaria.
La metafísica totalitaria pretende adaptar la realidad a sus terribles y maniqueas imágenes. Cualquier posición contraria a esa adaptación no brinda la ocasión de la duda (en la metafísica totalitaria no caben refutaciones), se vuelve más bien motivo de enconada enemistad: ha de ser destruido para que el verdadero acontece histórico pueda seguir su curso sin que lo molesten. No fue pues una paranoia individual, sino un corolario de la metafísica totalitaria, el hecho de que Hitler, durante sus últimos días en el búnker bajo la cancillería, expresara el convencimiento de que el pueblo alemán, al no demostrar su valentía, merecería perecer.
La metafísica totalitaria no se limita a interpretar el mundo con ayuda del esquema maniqueo amigo/enemigo; dicho esquema se aplica también a la posición que pueda adoptarse ante ella como teoría: o te conviertes a la causa, o eres su enemigo.
La metafísica totalitaria también se arroga la capacidad de explicar por qué determinadas personas no pueden creer en ella: su juicio está ofuscado por motivos raciales o de pertenencia a una clase social. Desde el facismo biologista el remedio pasa por la higiene racial o porla destrucción física “de la otra especie”. El pensamiento estalinista conoce en cambio el medio para lograr la reeducación política y de clase: el pequeñoburgués puede llegar a alcanzar el punto de vista del proletariado. Si bien, en el estalinismo también hay una predisposición al exterminio físico de todo aquel que se oponga al acontecer de la verdad. Valga como ejemplo el caso de los jemeres rojos en Camboya, que ejecutaron a hombres estigmatizados como “intelectuales burgueses” por llevar gafas y no tener callos en las manos.
La metafísica totalitaria atrapa a sus adeptos en las imágenes del mundo que despliega. No sólo pretende captar el todo, también pretende captar a todos los hombres.
La metafísica totalitaria promete al hombre una totalidad compacta e indisoluble. Le otorga la seguridad de una fortaleza, sin vanos ni aspilleras, erigida por miedo al campo abierto de la vida, al riesgo de la libertad humana, que siempre conlleva inseguridad, soledad, distanciamiento.
(…)El metafísico totalitario tiene que destruir la morada ajena para poder sentirse como en casa. La vida en libertad supone para él una exigencia que no puede afrontar. Busca cobijo en la seguridad frente a lo abierto y lo extraño. Aunque la estrategia que emplea para volver al hogar pasa por reducir a cenizas la tierra. Su verdad consiste en la destrucción tanto del propio ser-otro como del ser del otro.
(…) El metafísico totalitario sólo puede sentirse pleno si destruye en los otros aquello que pueda recordarle que algo le falta, que su vida nunca podrá ser algo completo, que una parte de ella siempre está lejos, en lo extraño.”
La voluntad de poder, a nivel individual y colectivo, parece ser el gran conductor de la historia. Si existe una víctima en esta narrativa es el individuo crítico, el sujeto racional y autónomo, capaz de configurar su identidad advirtiendo las tendencias degenerativas que el poder y la cultura de masas producen en su interior y en su entorno. Desde todas las direcciones, le son presentados proyectos que requieren su adhesión “por su bien”, en “favor de sus intereses”. En este siglo, el Yo se encuentra bajo asedio permanente.
Este podría ser un nuevo punto de partida, el inicio de una conversación fundamentada en el desengaño, en el abandono de los “ismos” que han intentado imponerse deformando una realidad que siempre rebasa los modelos teóricos dogmáticos. Un diálogo acerca de la condición humana consciente de sus limitaciones y amenazas, de los engranajes que operan en todos los ámbitos para influenciar sus conclusiones. En cierto sentido es la sospecha de uno mismo, el examen permanente en busca de fundamentos y distorsiones, de un espacio en el que sea posible un reencuentro con la realidad y que la verdad, al menos sutilmente, pueda mostrarse.