En la historia lejana de la serranía se divisaba los tiempos muertos de la gloria. Aquel animal que buscaba el mejor paisaje de la zona se llamaba -irónicamente- Sócrates. Rey de la soledad y de la incertidumbre. Cuando se sentía lleno de alegrías botaba la mirada hacia el cielo para pensar en su vejez. Cuando las lágrimas del silencio le tocaban la puerta, él simplemente se escondía en su cuarto. Leía mucho. Su cama eran torres de libros acomodados en perfecta altura para su disfrute. Que si la ética, que si la política, que si Dios. Sócrates nunca vio pasar otro ser tan igual como él. Se asustaba de los ecos que se escuchaban cerca de su choza de madera, donde se resguardaba del frío mañanero. Al caballo se le ha ido la ciudad, se desnudó ante la cruel verdad. Para vivir cocinaba los estofados que aprendió a hacer con hormigas. Vivía con alma, con estima y siempre a pasos acelerados con su piano. Sabía tocarlo, pero jamás volvió a hacerlo cuando su amada lo dejó mientras él trataba de tocar Für Elisa para ella. Jamás se lo perdonó. Aquel día Sócrates lloró al sol, al viento y a las estrellas que lo veían anonadado. Pasaban los tiempos y Sócrates no salía de su choza que, poco a poco, se iba derrumbando por las malditas termitas que la consumían. Pero él mismo se consumía en su dolor. Se dejó crecer la barba. Su piano ya no existió para él. Solo, y en su cuarto de 10Mts cuadrados, se bañaba, se vestía, se tomaba su café y tomaba el cuaderno de recuerdos para escribir su desaforada vida:
»Oh, qué desamor traigo conmigo.
Que los gatos se rieguen en la niebla para aparentar algo más.
Llamaré a esta vaina Filosofía.
Por qué me hiciste daño, querida mía.»
Sus escritos fueron quemados por él mismo para convencerse de la mentira que nunca dijo, para ser uno más con la naturaleza, con el paisaje que tanto amó y que nunca fotografió porque, simplemente, para ese entonces no existía la fotografía. Nunca más se levantó de la cama cuando se cortó los pies con una serpiente que -por suerte- no era venenosa. Aquella serpiente se convirtió en la mascota eterna de Sócrates, en la parafernalia perfecta para morir como se debe, envenenado de amor. Allí quedó su cuerpo, tendido en la serranía. Se consumió a la tierra, a la montaña, a la agonía. Su sonrisa ya nunca más se dejó ver, sus sueños se esfumaron como el papel.