El conflicto israelí-palestino representa la vanguardia de la revolución mundial. Dentro del discurso progresista bien pensante, la situación de opresión que viven los árabes en la Franja de Gaza sintetiza todas las contradicciones del mundo contemporáneo. La solidaridad automática con el pueblo palestino, más allá de las consideraciones políticas reales, recicla las imágenes binarias, de colonizador-colonizado, amo-esclavo, imperialista-oprimido, que fungen como gran movilizador de la masa que se quiere crítica, rebelde y contracultural.
Por supuesto que existen análisis políticos pertinentes y consideraciones serias en torno a este conflicto y la posibilidad de una salida pacífica. Pero acá no estamos hablando de política real, estamos hablando del lugar que ocupa Palestina dentro del discurso ideologizante. Es aquel discurso que se quiere emancipador, que se presenta como defensor de los más desvalidos pero que, al final, termina siendo el motor de una opresión aún mayor. Es un discurso conservador, timorato y escéptico ante la globalización, que pretende vendernos el rechazo al progreso como una forma de defensa de las excepciones culturales. Es el destino final de toda revolución contemporánea, quiérase cubana, regionalista bolivariana o pan-arabista en su versión Gadaffi: subdesarrollo, corrupción y destrucción del concepto «occidental» del Estado, lo cual termina en un sistema judicial disfuncional que significa cárcel y represión.
En este sentido, no se trata de manifestar contra los bombardeos de Gaza, una postura política coherente y legítima. Porque si hablamos de manifestar contra la opresión en el mundo árabe, bien podríamos citar casos peores y más legítimos para suscitar nuestra indignación: la masacre de civiles en Siria, por ejemplo. O la creación del nefasto estado islámico en Irak y Siria (ISIS), gran destructor de la libertad de los árabes. Porque ¿dónde estaba el manifestante progresista bien pensante cuando mataban musulmanes en Bosnia, o Chechenia, o incluso en La India?
Estamos lejos de hablar de una defensa del pueblo musulmán oprimido. En este discurso dizque emancipador, se anula el sufrimiento de ciertos árabes (los que no convienen) llegando incluso hasta aberraciones como apoyar a opresores como Bachir Al-Assad en Siria.
Una foto de niños árabes muertos en Palestina funciona como detonante de la rabia mundial, mientras que una foto de niños muertos en Siria se recibe con escepticismo, con relatos de manipulación mediática, con hipótesis enrevesadas de complots internacionales imperialistas. Con disparates, pues.
Esto se debe a la extraña fijación que se tiene con Palestina. Los palestinos representan la vanguardia de la revolución, son el nuevo proletariado global.
Basta con leer el manifiesto de los jóvenes de Gaza para entender el control totalitario que ejerce Hamas sobre su propia población. Es suficiente para separarse de este «nuevo mundo» propuesto por la progresía bien pensante y cuestionar los valores que se pretende defender.
Dentro de este nuevo discurso emancipador global, Palestina representa lo que Charles Sanders Pierce llamaba un token: es una pieza que condensa, por sí sola, todos los males de la globalización. Como el humo precede al fuego, Palestina es la prueba viviente del fracaso del Fin de la Historia. El movimiento de globalización económica produce violencia y opresión, de la misma manera en la cual el Estado de Israel segrega y somete a los árabes de la región.
Por eso es que aparecen expresiones de antisemitismo primitivo en las manifestaciones pro-palestinas, porque lo que se manifiesta no es la indignación ante las muertes, es el rechazo irrestricto al sionismo, que se percibe como punta de lanza del imperialismo globalizador en el mundo árabe.
Palestina como metáfora de la opresión globalizadora, el rechazo a Israel como rechazo a los valores occidentales y el supuesto respeto a la diferencia cultural: es por eso que el progresismo bien pensante, reaccionario y conservador como suele ser, se activa ante el token palestino.
Es el «¡fuego!» que grita alguien en un teatro cuando percibe humo. Es la necesidad de movilizarse, sin hacer muchas preguntas, hacia la salida. De esta misma forma, «¡Palestina!» activa las dendritas progresistas, de algo-va-mal-pero-no-sé-bien-qué, y se erige en una pseudo reflexión que enmascara el no-pensar.
De esta manera, el progresismo bien pensante convierte a Palestina en un peón dentro de su juego de ajedrez ideológico mundial. Se apropia de los muertos árabes y los exhibe en su afán de movilizar gente contra «la globalización occidental», un modelo político-económico que se define como malvado a priori, de manera acrítica.
Mientras tanto, árabes oprimidos siguen muriendo en Siria, algunos hasta son crucificados en el nuevo califato musulmán, sin que ello despierte más que un murmullo atropellado sobre la diferencia cultural y la incomprensión de las manifestaciones regionales. Qué lástima que esta gente no muere en Gaza; tal vez si los reventara el Tsahal a bombazos en vez de Al-Assad, al progresismo mundial sí les importarían.