Yo pensaba que migrar y después devolverte a tu país de origen era un fracaso. En cambio, migrar y maniobrar para quedarte era una de las formas que tomaba el éxito, un motivo de orgullo.
Pero no es tan así. Migrar es aceptar que tu lugar y tú no pueden continuar juntos, rendirse, asumir que no hay manera de arreglarlo. Tienes que divorciarte, perder, naufragar, migrar. Incluso en el regreso, porque uno nunca regresa. Desde el momento que partes eres extranjero siempre, hasta en tu propio país.
¿Sabes el tópico del venezolano que migra al primer mundo y se rebota cuando se da cuenta de que no puede seguir llevando su vida de nuevo rico? Bueno, a mi me fascina ese tema porque me parece que esconde algunos secretos de nuestra idiosincracia. A pesar de que el cine, la televisión, la prensa y toda la literatura contemporánea nos repiten, una y otra vez, que la vida en el primer mundo es difícil, esta gente llega con esas ideas locas de comprar carro, alquilar un piso de 80 metros en un lugar bonito, pagar un colegio privado y salir a comer en restaurantes.
De la misma manera me parece fascinante la gente que se devuelve porque extraña la vida petrolera en Venezuela. Como deja entrever esta entrevista que le hace Sumito al chef Edgar Leal, por citar un ejemplo reciente:
…“[en Estados Unidos] para los niños hay los parques más hermosos que puedas imaginar Sumito. Pero son parques llenos de niños solos, sus padres están trabajando. Es cierto que tengo calidad de vida, pero mantener este estatus en este país implica que hay que trabajar muy duro. Un día vi a mis dos niños pequeños y entendí que jamás me sentaría en casa a comer con ellos. Que serían otro par de niños solos de la modernidad. Que criaría dos niños incapaces de entender la importancia de agarrar correctamente un cuchillo. Y aquí estoy Sumito, de vuelta a Venezuela, en un país en donde mis hijos se sientan a la mesa con sus padres”.
Vamos a dejar algo claro: estoy completamente de acuerdo con que pasar tiempo con tus hijos vale todos los sacrificios. También se que un artículo de 800 palabras escrito por un entrevistador accidental no puede contener toda la dimensión de la tragedia que significa migrar. Pero este artículo me hace recordar que la internet, por su naturaleza, está llena de esas trampas que no explican las verdaderas razones de los grandes cambios.
Desde la inseguridad insoportable de Caracas a extrañar la comida de mamá en Miami, las razones para migrar/devolverse son siempre un poquito irracionales, por más reales que parezcan. Pero una experiencia traumática de esa magnitud requiere de inventariar y auto-reforzar razones precisas. Nunca más vas a ser otra cosa que un migrante, así que importa saber porqué quieres migrar y qué es lo que buscas del otro lado y repetir esas razones como un ensalmo. Las vas a necesitar, porque cuando llegues a dónde vayas, nada saldrá como esperabas. Toda migración –y por ende, todo regreso– es una derrota con repercusiones inesperadas.
Para seguir con el ejemplo de este artículo, si lo que quieres es una vida de rico, de largas horas en casa sin las angustias de la vida moderna, hay ciudades mejores que Caracas para eso: Nairobi y Lagos, por ejemplo. La experiencia compartida por amigos expatriados es que por 8 horas de trabajo especializado puedes vivir en una casa cómoda y contratar a un ejército de sirvientes, incluyendo una institutriz que impartirá el Inglés de la Reina a tus hijos cuando regresen de la escuela internacional, donde estarán siendo programados para gobernar el mundo.
Y de paso parece que queda plata para ahorrar. En dólares. Una locura.
Ah, ¿no quieres vivir en Accra? ¿Libreville? ¿no quieres vivir bien, tener mejor educación y tiempo libre? ¿qué es lo que quieres, entonces?
¿Cuáles son tus verdaderas razones?
Me frustra la falta de un diálogo desapasionado alrededor de la migración y de las expectativas de quedarse o irse y la aparente falta de concreción a la hora de tomar decisiones –¿es esto posible, acaso?– A pesar de toda la información que tenemos, la gente sigue sorprendiéndose de que el lugar a donde va es muy distinto a lo que esperaba. Siguen mudándose por las razones incorrectas, sin pensarlo mucho.
Tengo un problema de sobreexposición a esas ideas a medio cocinar. Ideas que pueden llevar a alguien a suicidarse en Southampton porque le dijeron que en el primer mundo se vivía mejor. Estas anécdotas, artículos, entrevistas, estados de Facebook sobre mis compatriotas y sus historias de migración, esas trampas de la internet, son la manifestación de un evento sin precedentes. La migración voyeur: vivir y re-vivir escenas del proceso migratorio de nuestros amigos de manera cuasi-inmediata, sin límites de vanidad.
Antes, millones migraban y sólo los más diestros escribían libros, como Historias de un Arrabal Parisino (¿viste lo que hice ahí?), pero ahora, en ciertas épocas del año, mi Facebook se transforma en un mosaico en el que se confunden las flores australes con las primeras nevadas, muebles de IKEA a medio armar y los comentarios destemplados de ex-presidiarios que finalmente ven el sol pero siguen atrapados en el odio hacia sus viejos carceleros.
Comparadas con las historias de los inmigrantes europeos que llegaron a Venezuela, con El Padrino, con las historias de los pateros africanos y los balseros cubanos, las vicisitudes de los venezolanos en tránsito son super pajúas, vanas y soberbias. Forman una identidad a la que no renuncio porque ¡cuántas estupideces he pensado y escrito! Estamos allí, en Facebook y twitter: los venezolanos, nuestras razones, nuestra cárcel, nuestro desdén por la patria, nuestro chauvinismo psicótico, nuestro escapismo virtual, nuestro reality show, nuestra migración estática, nuestra derrota.