La librería de los recuerdos.

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Era un niño que jugaba sin pensar en la noche, sin saber de amores que no sean el de sus padres que, locos el uno por el otro con 20 años de casado, se amaban. Era aquel niño un sinvergüenza de 10 años. Se paseaba por el monte, el rascacielos de tres metros que se encontraba cerca de su casa de verano. Tenía 10 años aquel pequeño, sin aburrimiento pero con una ilusión de mil luces que se aferran a sentir los pasos del neón. Sebastián era el nombre que sus padres le dieron al nacer, heredado de su abuelo al que tres meses antes le asombró la muerte cuando, justamente, iba manejando el carro que chocó con su futuro.

Sebastián abuelo quedó mudo cuando conoció a Sofía, bella e inspiradora de noches desveladas. Ese increíble amor fue de repente, sin salideras ni mediodías al cine, sin una taza de café de por medio. Sólo eran ellos de frente. Se casaron a los 3 años de noviazgo. Fue una boda elegante, digno de bohemios y burgueses parisinos. Su orquesta sólo cantaba para los enamorados, no para los olvidados. Sofía vistió un blanco imponente. Sebastián, con su esmoquín, se dio el lujo de derramar copas completas de vino tinto para su ebriadez. El amor no tuvo fronteras, ni delirios interminables, sólo pasó como pasa el tiempo en su instante fecundo.

La choza que habían construido, en dos meses, se convirtió en su casa digna de clase media francesa. Su jardín se desvestía de grama coleada por los devenires de el otoño. En aquél jardín se hizo Pierre, el único hijo de la amorosa pareja. Pierre sufrió como ningún niño ha sufrido la partida de un ser querido. Una noche en donde los fantasmas salen de su aldea glamurosa del cementerio, un bandido entró al jardín de la casa de Sebastián, Pierre y Sofía. Pero ésta última fue la única que escuchó al ladrón merodearse por los confines de la cocina. No avisándole a nadie, Sofía se levantó a enfrentar al ladrón, grave error. Un grito de los mil demonios se oyó desde la cocina hasta la última casa de el vecindario. Pierre se desprende de su cama, y nota que su esposa no está en la cama. Baja hacia la cocina para averiguar aquellos gritos de su esposa, pero no encontró nada. Ni a ella ni al provocador de aquel grito sollozante. Desde aquel día Sebastián y Pierre se convirtieron en huerfanos de amor. Sus vidas se volvieron una tempestad desde aquella noche. Aquella desaparición dejó malherido a Sebastián y lleno de odio, de desidia, de furor. La policía no encontró nunca rastro alguno del ladrón de casas, ni del cuerpo de Sofía, y eso frustraba los pensamientos de Sebastián. La perdió, y jamás la pudo encontrar.

A la librería en que tanto había invertido Sebastián, la llamó Sofía en homenaje a su bella y siempre recordada esposa. Luego de él haber muerto, su hijo Pierre la heredó. Pierre llevaba todos los días a Sebastián hijo a la librería para que jugara entre los libros disueltos y llenos de polvo por lo viejo que eran. Su vida eran los libros. Mientras los compañeritos jugaban con juguetes de personajes de acción, y con carritos de plástico, Sebastián hijo jugaba con los libros y con los granos de café que dejaba regado su padre por el intenso trabajo. En uno de aquellos días, en que la diversión y las carcajadas de Sebastián hijo eran parte fundamental de la librería, el niño extrovertido encontró un libro viejo, muy viejo. La tapa de aquel libro no tenía título, ni autor, sólo dentro se podía divisar las diminutas letras que Sebastián no podía entender por ser todavía un aprendiz de lectura cotidiana. Al merodear aquellas diminutas letras que contenía el misterioso libro, de pronto, como si el destino quisiera jugar con él, como la noche volverse taciturna, se resbala del libro poco ortodoxo una carta de esas que parecen de amor, de las que se le dedican a la aventura, a la vida misma, al sol.

Sebastián coge de prisa la carta del piso: »Para la única Sofía». Así decía en la cara de la carta sin sello. El niño, quien nunca conoció a su abuela por su pronta ausencia a causa de la suerte de un cuchillo y un ladrón, había escuchado varias veces el nombre de Sofía. Su padre siempre la nombraba. Cuando lo hacía se encogía de brazos y hombros. Cuando le mostraban una foto de su madre se dejaba llevar por sus sentimientos. Al abrir la carta, el niño Sebastián se dispuso a leerla con detenimiento:

-Para la dueña de la luna, de las madrugadas, de las noches y de los soles horneados de mis besos…

Lo que vino después sólo fue un pasaje extraordinario de poesía pura, de romanticismo que jamás se olvida, ni se debe perdonar. Al terminar de leer aquellas bellas palabras que estaban inscritas por un lapicero de pluma y con una marca de café a un lado de las palabras, al final de ella terminaba:

-Tu eterno alumno de cariños, Sebastián.

Todo cobró sentido, era la letra de su abuelo y su tocayo en nombre y en alma. Sebastián hijo corrió hacia la entrada de la librería donde se encontraba su padre filosofando sobre políticos corruptos:

Todos son iguales, son unos puercos. Yo dejo de votar, los mandaré a la mierda.– replicaba el amigo de Pierre, el profesor hippie de la Universidad de París.

Era de esos típicos profesores que, en su momento de juventud, participó en las protestas estudiantiles en mayo de 1968. Su ilusión era un mundo donde los pobres caminen sin dejar de conocer, sin dejar de amar.

Al llegar Sebastián a los brazos de su padre, le entregó la carta. Pierre estaba asombrado, ya que jamás pudo encontrar un recuerdo tan idóneo y fugaz de sus enamorado y humildes padres como el que le entregó su hijo. Al abrirlo lo miró con detenimiento, el mismo con que su hijo lo revisó. La leyó con una admiración fecunda las bellas palabras que su padre escribía en la carta. No supo qué hacer, si llorar, si pensar, si cerrar la librería por el nivel de asombro. Se sentó en uno de los muebles que adornaba la librería, y pidió un café a su amigo, el profesor hippie. Un expresso para tomarselo de un solo trago, y tratar de despertarse en caso de que fuera un mal sueño, de esos que te caes de la cama y te ganas un chichón. No lo podía creer, se encontraba en una eterna nostagia de las mil mañanas. Por su mente pasó el día en que sus padres le enseñaron a andar en bicicleta. Recordó el día en que su padre le había regalado el primer libro sobre los poemas de un tal sudamericano, llamado Pablo Neruda. Recordó cuando su madre le acariciaba el cabello por las noches para quedarse dormido. Al recordar todo esto, Pierre dejó a cargo de la librería a su amigo hippie, y se lanzó con su hijo hacia el cementerio de Passy, que se encontraba a par de minutos de la librería.

En aquel gran cementerio de París se encontraba la tumba de su padre.  Todo era gris en el cementerio de Passy. Nada había cambiado desde el entierro de Sebastián. Las mismas flores arrugadas frente a las lápidas. Los mismos cuervos dando vueltas por las cercanías para no despertar a los muertos. Después de una larga travesía por todo el cementerio, Pierre llevó a Sebastián hijo a la tumba de su abuelo. Al llegar encontró a una mujer un poco vieja, de contextura delgada y con un pañuelo escondiendo su cabello gris. Por un momento Pierre pensó que era de esas vagabundas que se quedaban a dormir en los cementerios porque, simplemente, no tenía a donde ir.

¡Levántate de la lápida de mi padre!– exclamó Pierre.

La mujer se volteó con un susto imprudente. Tenía unos lentes oscuros que le cubrían sus ojos, parecía que estaba llorando. Bajo su brazo tenía un libro y una carta exactamente igual a la que Sebastián hijo había encontrado en la librería.

Mira papá. Tiene el mismo libro que nosotros.- explicó Sebastián.

¿De dónde lo sacaste?.- preguntó Pierre.

Me lo regaló tu padre o, quise decir, nuestro padre.- explica la desconocida.

Pierre, desarmado totalmente por lo que acababa de decir la señora misteriosa, no consigue explicarse nada. Y antes de que interrumpiera, la desconocida prosiguió:

Nuestro padre nunca te lo dijo. Cuando tu mamá Sofía murió, él acudía a los burdeles de la noche parisina para olvidar su nostalgia. En una de esas noches desenfrenadas y llenas de alcohol, conoció a mi madre. Una noche bastó para que yo naciera.- concluyó la desconocida

Sebastián hijo, al ver la escena desde su pequeño e inocente mundo le pregunta a su padre -Papa ¿qué es un burdel?

Y, como queriendo evitar una pregunta incómoda. Como cuando los políticos evitan las preguntas directas y secas de los periodistas, Pierre hizo como si su hijo nunca hubiera abierto la boca.

Lo siento, pero no puedo creerlo.- le contestó Pierre a la desconocida.

Y como verse al espejo y nadar en miles de recuerdos y crónicas no anunciadas, como verse joven aún así teniendo más de 30 años, así se sintió Pierre. Pero no conforme con eso, se acercó a la bella, pero extraña desconocida. Le robó un abrazo tan fuerte como su imaginación, como si su espíritu estuviera deseoso de conocerla, o de ya haberlo hecho. La chica no se quedó atrás. No sólo recibió el abrazo, sino lo compartió con gotas de lagrimas que bajaban de sus azules ojos. Era un momento hecho recuerdos. Sebastián hijo no entendía mucho la escena que veía desde su pequeña estatura.

Papi, no entiendo nada.- dijo Sebastián a su padre, mientras le jalaba la camisa para llamar su atención.

Con las lagrimas que salían de los ojos intensos de Pierre, respondió:

Es tu abuela, ven a saludarla.

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