Y fue entonces que perdió la razón.
Buscó en todos los bolsillos, debajo de la cama, por detrás de los ojos, se puso los codos en las axilas y las revisó detenidamente con un espejo de mano. Nada, no sirvió de nada. Siempre le pasaba lo mismo, era un despistado, así ha perdido llaves o billetes, cuando sacaba una llave perdía un billete, o viceversa.
Lo bueno de haber perdido la razón es que podía atravesar las paredes, resultaba divertido ver la pared, enfrentarla, ir hacia ella y zas, estar al otro lado, al lado B, al lado oscuro de la luna, al otro lado del espejo. Lo bueno también es que se entendía con los perros, ellos le decían cosas como “mucha hambre, mira allá, hombre bueno, comida” o “mira perra, huele rico, me llama, voy”, hubo uno muy inteligente, parecía un perro chino, que le dijo “esta perra vida es una vida de perra”, vaya concepto, tomó nota y atravesó una pared.
Pero haber perdido la razón tenía sus bemoles, los autos eran una pesadilla, lo perseguían, lo enceguecían con sus luces, pero lo más terrible fueron aquellos alaridos de dolor del perro mordido por el auto, lloraba agonizando, lo llamaba por su nombre, y él, con su espada de luz, hizo justicia rompiendo las fauces del auto, lacerando su piel, pero luego el disparo, los ejércitos, el dolor, el silencio, una luz blanca, mamá que le decía “ya papito, ya pasó”, mucha gente como una masa amorfa, maloliente, sin ojos, caminando hacia él con pasos de plastilina, la mujer que ama diciéndole “Eres un inútil, me voy”, una calle larga, muy larga, infinita, un susurro en el oído “…por lo que hemos decidido prescindir de sus servicios”, su propia voz que resonaba como trueno al universo “¡Encontré la razón! ¡Encontré la razón!”…
Al otro día, en la noticia de sucesos, ni siquiera mencionaron su nombre.