Un amigo me recomienda ir al nuevo Museo de Arquitectura, porque expone una muestra dedicada al Helicoide, bajo la curaduría de Celeste Olalquiaga, a quien admiro y respeto por haber publicado dos libros enormes: “Megalópolis” y “The Artificial Kingdom: A Treasury Of The Kitsch Experience”. Según infiero por las palabras del colega, la presencia de ella no sólo es garantía de calidad, sino el ejemplo de una cierta apertura manifestada por la institución, fundada por el gobierno.
Frente a tales argumentos, decido emprender la huida hacia el MUSARQ, no sin antes chequear su página web. La reviso y el banner superior del sitio despierta mi atención por una frase: “un Museo para debatir”.
Busco en el directorio y encuentro los nombres de otras dos figuras reconocidas del medio, Juan Pedro Posani y Domingo Álvarez, maestros en toda regla. A ambos tuve la fortuna de entrevistarlos y conocerlos en el pasado. También los estimo por su trabajo.
Así pues, tomando al pie de la letra la consigna del museo, procedo a sumarme al método dialéctico planteado por los promotores de la discusión.
Comienzo compartiendo la opinión de Guillermo Barrios: la construcción del Museo debió someterse a concurso y emplazarse en otro contexto, para no entrar en colisión con el proyecto de remodelación del Nuevo Circo.
Además puedo señalar un conjunto de situaciones irregulares. Justo al lado derecho, un edificio de Misión Vivienda le hace sombra y lo minimiza. A la izquierda, la competencia con el Museo Cruz Diez, de la estampa y el diseño, le resta audiencia, por diferentes cuestiones.
Uno es sobrio y el otro es rebuscado. Uno es blanco. El otro es una mezcla de colores y formas, como una pequeña réplica del Pompidou. Uno brinda la posibilidad de estacionar, con vigilante y demás. El otro carece de aparcamiento.
De hecho, dejé mi carro en el Cruz Diez y caminé la cuadra hasta el MUSARQ. Al llegar, nunca entendí porque una reja los separa. Luego, el dependiente, el guardia de seguridad me preguntó al salir: ¿usted a dónde va? Le respondí: al Museo de Arquitectura. ¿Se va a tardar mucho?, inquirió con un aire de desconfianza, de sospecha. Yo repliqué con tono ligero: tranquilo,voy a estar como una hora, pero al regreso te dejo algo para el café. “Sí va”, me contestó. Fin de la conversación.
Mientras caminaba, pensaba en la cantidad de edificios construidos por la Misión Vivienda, alrededor de la avenida Bolívar. En la acera noté la presencia de un mendigo, durmiendo sobre una cama de cajas de cartón. Un perro lo acompañaba. ¿Será su único amigo? De tal modo, la pobreza y la miseria conviven con las grandes promesas de cambio, con los monumentos de la cultura y la gestión del gobierno.
Me paro en la esquina del MUSARQ y doy un giro de 360 grados. Son las doce y media. No veo síntomas de vida.
El calor, la soledad, la tensa calma del ambiente, los carros pasando a millón por la avenida, no invitan a desplegar una sonrisa de cheverito, tomarse un “selfie” y entrar al MUSARQ, acompañado por una emoción de multitudes. La esquina es un pueblo fantasma. A la misma hora, en París, haces cola para ingresar al Museo de Arquitectura. En Caracas, vas por tu propia cuenta y riesgo.
A la entrada me recibe un dependiente con una especie de carnet o chapa colgada al cuello. Me da la bienvenida, me indica amablemente cómo desarrollar el recorrido y me regala dos folletos. Converso un par de minutos con el señor y llego a una conclusión: es una buena persona, le gusta socializar, sabe tratar al público, pero no es un guía. Objetivamente, cumple la función de una guardia de seguridad, de un portero.
Desde adentro del MUSARQ, echo una mirada hacia afuera. Lo permite su estructura de vidrio y materiales duros al desnudo. Observo un camión de PDVAL, donde venden arepas a precio regulado. La cola no es normal y para los integrantes de la fila acoplará el desayuno con el almuerzo. Personas sentadas, caras de cansancio, rostros de hambre aguantada con resignación.
Subo al primer piso del Museo. Encuentro una fila de paneles y maquetas, rindiendo cuentas de la gestión del gobierno en materia de convenios internacionales para la construcción de ciudades, urbanizaciones, edificios y zonas residenciales.
Rusia, China, Bielorrusia, Portugal y España encabezan los “acuerdos de cooperación”. En cada maqueta figuran los nombres de las compañías beneficiadas por los convenios. ¿Cómo las escogieron, las sometieron a concurso? ¿Es una garantía de respaldo diplomático? ¿Por qué no concederle los proyectos a empresas criollas? ¿Entregarán los resultados a tiempo?
Inspecciono el acabado de los diseños. En general, lucen como bloques uniformados de casas y apartamentos(cuales cajas de Lego). Soluciones habitacionales en serie, producto del estado permanente de contingencia. Evocan el aura de la vieja arquitectura soviet y socialista, desprovista de ingenio y creatividad. En vano, los colores intentan brindarle luminosidad y vistosidad al conjunto. Ojalá no caigan como fichas del dominó, al soplo del primer temblor, como ocurrió en el país de Mao. De momento, el saldo es desfavorable. En pocas palabras, la propaganda roja rojita va ganándole la partida al arte.
Subo al segundo piso. Estoy delante del texto de presentación de “Helicoides Fallidos”. Por la redacción, siento la influencia de Olalquiaga. El texto alude a la composición de una utopía incumplida de la modernidad vernácula. Cae como un platillo volador, convoca los sueños de emprendedores nacionales y extranjeros. Aspira a redefinir un entorno. A la postre, encarna una pesadilla colectiva, una mancha imposible de limpiar, un recuerdo imborrable, un fracaso histórico.
La cronología del fiasco es impecable a través de fotos, leyendas, caricaturas, recortes de periódicos, imágenes de películas(“Soy un Delincuente”), arrancando por el pasado y culminando en el presente, a merced de los cuerpos represivos de la Quinta República(El SEBIN). Puede leerse una continuidad, irónica y crítica, en el ejercicio de prácticas como la demagogia, la falsa promesa, la doble moral, el gatopardismo y la progresiva naturalización del despropósito.
El Helicoide sigue allí, juzgándonos, como la Torre de David, como el Hotel Humboldt, como un recuerdo capaz de anunciar futuras debacles y ruinas.
Si extraño la intervención de artistas plásticos, quienes trabajaron y trabajan el tema, a partir de un enfoque deconstructivo. Su adhesión a la muestra la hubiese potenciado semióticamente. En cualquier caso, la exposición disipa el mal sabor, el trago amargo de la primera planta. Aunque no por mucho tiempo.
A pocos metros de “Helicoides Fallidos”, surge otra orientación ideológica, nada sutil. Una nueva sección de paneles ofrece el testimonio de “buenas obras”, ejecutadas por las dependencias burocráticas del oficialismo.
En consecuencia, se propone una interpretación binaria y maniquea de la superficie contemplada, al confrontar “Helicoides Fallidos” con “Buenas Obras”. El sentido es obvio, de acuerdo a la disposición de la planta.
“Helicoides Fallidos” certificaría la vigencia de las enfermedades heredadas de la época de Pérez Jiménez a la cuarta república: ineficiencia, caos, ambición desmedida, tareas inconclusas.
“Buenas Obras” supone la respuesta de la «revolución bonita» a las necesidades urgentes de “los pobres”, de los “damnificados”.
Por consiguiente, le imponen un cierre populista y proselitista al recorrido del museo, cual sello de fábrica del proceso.
En el centro, instrumentalizan a “Helicoides Fallidos”, haciéndole un sándwich entre “proyectos de cooperación” y “buenas obras”.
En suma, pierde la libertad de expresión y vence el criterio digitado, al servicio de las campañas del PSUV. No es tanto un Museo de Arquitectura como de exaltación de los planes de Misión Vivienda.
Salgo del MUSARQ y todavía no descubro signos de vida en la institución. Dejándolo atrás, como el planeta Marte, me formulo una última interrogante de ciencia ficción: ¿Este museo no es a su modo un elefante blanco, un cascarón vacío? ¿Sus maquetas no serán mañana nuestros próximos “helicoides fallidos”?