Te preguntarás qué haces aquí. La verdad es que, hace tiempo atrás, te seguí. Discúlpame si este cuarto es chiquito, es lo mejor que pude hallar para que no se escuchen tus gritos.
Como podrás ver, como podrás suponer, nosotros también nos sabemos defender. Aunque te confieso que me cuesta creer que, al fin, nos podamos conocer.
Bueno, realmente te conocía desde antes. Te he recordado a cada instante, por más calmo o estresante, con relieve en plenitud y con una exactitud que ni Donato Bramante.
Pero, por fin, te vuelvo a ver cara a cara. ¡Las sorpresas que el destino depara! Bueno, a decir verdad, no es una sorpresa realmente. Yo había pensado esto meticulosamente.
¿Durante qué tiempo lo hice? durante todo el que quise. Durante cada noche que no pude cerrar los ojos, durante cada vez que me encerraba a llorar tras el cerrojo. Durante cada pesadilla, durante cada vez que la memoria me clavaba su cuchilla.
Pero lo importante es que aquí te tengo. Eso es lo único a lo que me atengo.
¡Ja! ¡Qué curioso! no me acuerdo ni de qué decir. No te puedo mentir. Hasta había pensado en escribir lo que te diría hoy, pero aquí estoy y se me ha olvidado por completo. Soy como un actor que no recuerda el libreto.
La historia sí me la sé, al derecho y al revés, con lujos y detalles. Aquélla cuando, en la calle, te vi por primera vez.
Mírame, tan sólo pienso en ello y se me eriza la piel, ¿ves? estoy seguro que ni Luzbel en su más macabro andar sería capaz de imaginar un desenlace tan cruel.
Pero tú no eres Luzbel y, por ti, conocí el infierno. El demonio más temido en el entorno paterno. Por eso, cada vez que te evoco, voy muriendo poco a poco. Por eso cada vez que te evoco hasta la mirada se me sale de foco.
Sin embargo hoy te veo tan claro, con ese trémulo miedo dentro de tus ojos avaros. Los mismos ojos a los que no les importó nada cuando, en esa madrugada, ejecutaste tu disparo.
“De los pobres es el reino de los cielos” decía Jesucristo. Bastante de eso yo disto. Es un pensamiento muy simplista, por lo visto. Es como pensar: “como no tengo dinero, puedo hacer lo que yo quiero. Ya tengo el cielo ganado, no importa que aplaste a los que tenga a mi lado”.
No, no, no, no. Ni te molestes en rezar, nadie te va a escuchar, nadie te va a salvar. Si para mí no hubo consuelo, para ti tampoco habrá cielo.
Es más, a propósito de lo que hablo, permíteme que te cuente que esta noche verás de frente la propia cara del Diablo. La misma que se me graba cuando recuerdo que, gracias a ti, aquella noche perdí a la persona que más amaba.
El día de tu juicio ha venido, el día en que desearás jamás haber nacido.
Lo sé, te sentías poderoso, se te veía el rostro lleno de gozo. Esbozaste hasta una sonrisa de malicia, como creyéndote que repartías justicia.
Seguramente pensaste: “Ay, los ricos tienen el corazón áspero como lija, éste, con el dinero que tiene, seguro se compra otra hija”.
Y te fuiste ruidoso, oneroso, vanidoso; lleno de orgullo a reunirte con los tuyos. Yo me quedé ahí, en la puerta de mi casa con el alma hecha argamasa viendo como su vida se perdía en la distancia mientras alguien a lo lejos gritaba con ansias: “llamen a una ambulancia, llamen a una ambulancia”.
Perdí como quince kilos, me embriagaron en té de tilo. Yo no estaba vivo, tenía el ánimo tan bajo que me visitaban los del trabajo y los del centro deportivo.
Me decían: “Ánimo, que la vida continúa”, pero nadie pudo sacarme esta púa. El que está muerto y camina está muerto sin morir y está muerto al convivir con el puñal que lo asesina. Está mil veces muerto como un triste bergantín que sabe que llega el fin cuando no divisa el puerto.
¿Por qué quiebras la voz? ¿Acaso ya te imaginas que esta noche va a ser atroz? A lo mejor pasa veloz, a lo mejor viene La Parca a buscarte con su hoz. A lo mejor así se alivian un poco mis males, a lo mejor así encuentro la paz que no hallé en los tribunales. Esos tribunales llenos de jueces cruzados de brazos que, al verte lleno de fe, te dicen “si quieres que lea tu caso, dame algo pa’l café”.
¿Sabes? Ella llegó esa noche con una sonrisa colosal. “Papá, papá, quedé en la Central”. No podía con la emoción, saltaba por su habitación, había aprobado el examen de admisión.
Yo siempre supe que ella podía, de lejos se veía que quedaría en odontología. Si estudiaba todo el día.
La mejor de su salón, quizás la mejor del Peñón. Era el orgullo de sus profesores, se iba a graduar con honores. Buena hija, buena alumna, buena amiga, buena víctima.
“Ésa es mi hija, Dios la guarde” dije yo con mucho alarde. “Ahora vístete para la boda, que vamos a llegar tarde”.
Era la noche perfecta, la noche soñada. Pero la vida es tan despiadada que, si le dices que estás feliz, lo tinta todo de gris y te da una cachetada.
Regresando del matrimonio ella estaba como asustada: “Papá, no es bueno ir por Caracas en horas de la madrugada”. “Ay, hija, no seas exagerada, no seas exagerada, no seas exagerada”.
Ya habíamos llegado a la meta. La noche estaba tan quieta y justo ahí llegaste tú: “Dame la camioneta”.
Todo pasó tan rápido, el tiempo volaba, el hilito de sangre con baba, la respiración que colapsaba, la moto que se alejaba. Y de despedida ni un beso. Pero, claro, tú no pensaste en eso.
Lo importante es que estamos aquí y punto. No tienes idea de lo bien que la pasaremos juntos.
Hay quien justifica la delincuencia, que si es una vieja herencia, que si es una consecuencia de una brecha social, que no sé qué, que no sé cuál. Pero no les parece extraño que quien paga los daños es una niña de diecisiete años que iba casi a diario a hacer servicio comunitario.
Ella no partió a Caracas en dos mitades, ella ayudaba a quien tenía necesidades. Pero siempre están las casualidades. La casualidad de que la delincuencia, cuando salda, no la pagan los ministros porque tienen guardaespaldas, no la paga el presidente, no la pagan los diputados porque ellos viajan blindados con sus carros imponentes. Y mientras al inocente se le salen las entrañas, allí está el responsable engullendo su champaña.
Yo nunca he sido un justiciero pero, esta noche, seré algo parecido. Esto será divertido, es casi como karma. ¿Ya no te sientes tan malo cuando no estás con tu arma? ¿Por qué lloras? mírate como imploras. Aquí duraremos horas.
Y no, no por favor. No pienses que esto se trata de una venganza, es sólo una pequeña piedra para equilibrar la balanza.
Tomás Marín