Los cambios repentinos son muy notables, mientras que los que se dan pausadamente pueden pasar desapercibidos. Y desapercibido es el modus operandi de los totalitarismos disfrazados de democracia. Ninguno le ha tirado la soga al cuello a sus simpatizantes o detractores de manera evidente, lo hace rastreramente, procurando al principio que nadie se dé cuenta, para luego -cuando se ha apoderado de las instancias del Estado- aplicar cada vez con menos subterfugios y con todas las fuerzas de la institucionalidad estatal, y con el socorro de sus simpatizantes en estado zombie, la anulación del carácter democrático de una sociedad.
De esa dinámica los venezolanos tenemos un rollo. Todos, durante los últimos 15 años, en alguna medida, hemos experimentado como se aprieta el nudo de la soga, mirando, algunas veces en rebeldía y otras con la parálisis propia del estado de asombro, como se ha reducido nuestra capacidad de elegir. Y es que lo más característico de los totalitarismos (y su rasgo más profundamente maldito) es la enorme facultad para anular paulatinamente esa faceta del “ser” humano: la capacidad de elección. La libertad de elegir –que es lo único que realmente nos distingue de nuestros roommates en el planeta- es el manjar preferido de este régimen y de todos sus similares en cualquier otro tiempo pasado, presente o futuro.
Como si de una enfermedad progresiva se tratara, la eliminación de la libertad de elegir, ha invadido todas las facetas de la vida en sociedad del venezolano, comenzando por lo político hasta llegar incluso a manifestarse en las despensas de nuestros hogares.
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En la mente de los partidarios de este totalitarismo disfrazado de democracia se han ido estructurando preferencias que responden a lo impositivo, justificándolo, en un principio, en aras de una supuesta justicia que en realidad no es más que resentimiento; después las máscaras ya no fueron necesarias.
Con el paso del tiempo la violencia de la imposición pasó a ser moneda común, como una enfermedad crónica se hizo parte inherente del sujeto huésped y este la siente ahora como algo normal, por eso a los rojos de arriba y de abajo les ha dejado de importar el uso de los medios del Estado (de todos) para perpetuar la estadía de estos enanos éticos en el poder. Para ellos, los rojos de arriba y de abajo, el peculado de uso, la impunidad y el irrespeto de toda norma que evite el avance impositivo de las pautas contenidas en el discurso único -caracterizadas por su inconstitucionalidad- asumen vestiduras de normalidad.
Por eso hoy, los rojos enchufados y su clientela electoral, prefieren las cadenas a las ruedas de prensa, mayorías aplastantes a diversidad democrática, centralización a autogestión, discurso único a disidencias, imposición a dedo en lugar de meritocracia, medios de comunicación doblegados a medios de comunicación libres, regulación de precios a dinámica de mercado, intelectuales y artistas orgánicos en lugar de intelectuales y artistas integrales, organismos electorales teñidos de rojo en lugar de rectores probos, fiscales y contralores comprables en lugar de un sistema de justicia justo, rodillas en tierra en lugar de frentes en alto y miradas límpidas, leyes habilitantes auspiciadas por la nocturnidad en lugar de leyes devenidas de la consulta popular y la discusión interdisciplinar.
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Si a esto se le suma un gobierno arropado por la ignorancia y la incapacidad, el resultado que obtendremos de tan pútrida fórmula será inevitablemente la anomia o un estado de caos bastante cercano.
Toda norma se rompe, cualquier principio se diluye, ninguna ley se respeta. La enfermedad ha hecho metástasis, incluso los sectores opositores al régimen se comportan ahora como los rojos de arriba y de abajo, porque ya trascendió la política y aquello que era político se convirtió en cultura. El malandrismo se institucionalizó, asumió dimensiones titánicas y echó raíces profundas. Hoy, hasta una abuelita de esas que parece oler como un pancito de leche, puede soltarte en una cola cualquiera desde su 4Runner: “o te mueves o te paso por encima”. Si antes era común decir, haciendo referencia a los venezolanos: “en esta vaina viven más caciques que indios”, hoy podríamos decir que los indios somos una especie en extinción, el que menos puja suelta una lombriz. Reina la ley de la selva, prevalece el más fuerte; como si de venados y leones se tratara, prima la ley del Serengueti, si te descuidas te roban, te matan, te pasan por encima. Involucionamos en los caminos de la civilización.
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No es raro pues que veamos cosas como las que se vieron en Mérida en la Facultad de Humanidades de la ULA el día de las elecciones estudiantiles. Esbirros plenamente identificados como simpatizantes del régimen colorado entraron a mocha y troche, quemando y lanzando patadas y carajazos, para decirlo en criollo. A mi amigo Rafael Cuevas, director de la Escuela de Historia, le tocó llevar parte del violento resentimiento que a traición y por la espalda un totalitario colorado de baja calaña le propinó, arbitrariedad que se crece por la naturaleza de la persona en quien recae, porque el flaco Cuevas no solo es una de las personas más decentes que he tenido la suerte de conocer, sino también honesto, inteligente y responsable, es gente pues. Y es que en el estado de anomia que vivimos, las personas decentes parecen ser una especie en extinción, de allí su valor. Las marcas y la hinchazón en su cara desaparecieron rápidamente, el recuerdo de la brutalidad llevada a cabo por José “Tato” Rangel, en cambio, permanecerá durante largo tiempo en la memoria de muchos. De manera impositiva y violenta los pistoleros colorados lograron detener, al menos parcialmente, el proceso democrático para elegir autoridades de cogobierno.
Normal, podríamos decir, por lo que hablábamos arriba, eso de golpear a traición a alguien, quemar una moto, detener a cipotazos un proceso democrático. Pero en realidad no lo es, es algo que a fuerza de repetirse hace que muchos nos planteemos la posibilidad de irnos a un país donde la normalidad esté signada por el sentido común y no por la demencia amparada por la impunidad. En un futuro que espero sea cercano Venezuela deberá diseñar una ley de migración para traer de vuelta a tanta gente que decidió buscar pastos más verdes.