Desde que estoy afuera he llamado regularmente a mi casa, especialmente desde la última vez que entraron. Después de tantas veces ya no queda nada de valor que puedan llevarse, pero el miedo se acumula. Hace unos meses habían forzado su entrada al apartamento de los vecinos y en ese momento el tiempo se detuvo unos minutos, una eternidad. La vida se transforma en un juego, una ruleta, donde un error, un descuido les permite estar en tu casa, en tus cosas, tus recuerdos.
Pero hoy la llamada es distinta. Cada vez que llamo trato de crear una conexión que escape a la realidad que nos separa. Hablamos con historias, anécdotas, cuentos, risas, alegrías algo que nos libere y donde no puedan llegar. Nuestra conversación siempre gira con las alegrías del día, la semana y el mes. Trato de narrar de la manera más vívida y precisa lo que hago, como si tratara de comprimir una película, mi película, en la línea telefónica. Mi madre sabe que estamos bien pero lejos. Yo vivo en una realidad geográfica que cada vez es más distante a la que logramos vivir cuando estábamos juntos hace mucho tiempo. En otro momento, cuando ellos no estaban tan cerca.
Por períodos muy cortos es inevitable que la conversación se funda con la realidad, recordar nombres de amigos y familiares que ya no están con nosotros, amigos errantes como yo. De alguna manera, llámese causalidad histórica o demencia colectiva, los más jóvenes hemos sido desplazados y forzados a huir. Nos encontramos dispersos, ciegos tratando de palpar alguna nueva realidad, un nuevo espacio donde podamos sentirnos seguros y libres. En muchos casos hay recuerdos muy fuertes que generan un miedo primordial que no permite volver. Es triste recordar lugares, simples cosas o placeres que ya no podemos visitar ni experimentar porque ellos están siempre esperando, escondidos, acechándonos. Hoy la llamada es distinta.
En el camino al trabajo llamo a mi casa lejana. Es temprano, y seguramente el teléfono compite con el sonido del café, así que espero. Extraño las mañanas, el periódico, las arepas, los nísperos, el ruido de los niños, las voces y el clima. Ayer fue un gran día para mí, me ofrecieron un trabajo. Esta era la oportunidad que esperaba y para la cual había pasado estos últimos años estudiando, el trabajo que nos daría, a mi esposa y a mi, la estabilidad que tanto perseguimos y que de alguna manera nos eludía. Hoy era un momento de celebración para nosotros, el inicio de una nueva y lejana vida. Este trabajo creará un futuro distante a mi casa y amigos pero un futuro donde ellos, los inhumanos, no podían llegar, no podrían intimidarnos ni contaminar nuestros recuerdos como lo han hecho por mucho tiempo.
Mientras el teléfono repica, me molestan las dudas sobre la reacción que esta noticia podría tener en mi Madre. Una mezcla de alegría y tristeza, cercanía y soledad, la versión final de una película sin correcciones y sin remordimientos. Pensé que sería lo correcto el regresar a mi casa con el único propósito de dar la noticia en persona. Después de tantos años afuera mi verdadera recompensa sería el permitirme un momento de afecto dentro de la realidad que mi Madre seguía viviendo. Pero más importante, un momento de afecto por mi país. El país que parece atrapado, inhabilitado y prisionero de sus propios hijos. Un país que secretamente llora a los que se han ido pero mantiene la eterna esperanza de un regreso triunfal, donde el futuro será más brillante que miles de soles juntos, capaz de cegar a los del valle de la muerte, a los que nos mantienen en miedo, los usurpadores, los invisibles, los inhumanos.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde esa llamada de teléfono. Son las diez de la mañana, o cualquier hora, y la enfermera entra al cuarto con su esperada rutina. Me cura las heridas y cambia algunas vendas. Me abre los ojos de una forma irreverente y una luz acaricia mis pupilas, no siento nada. Recuerdo mi llegada al país con planillas, carteles, el olor a mar, la música y el temido taxi. Cuando subía desde el aeropuerto hacia mi casa ellos llegaron. Yo no tenía nada de valor, sólo una gran noticia y la alegría de ver a los que más quería otra vez. Ese día al azar me había seleccionado, en un instante mi vida se convirtió en un número, una estadística. Es increíble el poder que unos míseros gramos de hierro pueden tener sobre un cuerpo inesperadamente frágil. Todavía siento el olor a carne quemada, sangre, los gritos. Manchado de rojo, ese día fui una persona más, fui todos.
Por ahora y como siempre mi futuro está en espera, como un demonio adormitado. Un olor familiar está conmigo, mi esposa, esperando a que responda, a que despierte. Sin embargo, no quiero despertar, no todavía, estoy esperando que mi Madre conteste el teléfono. Ya están con nosotros, siempre estuvieron.