Abriendo puertas…

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«El hambre viene,

el hombre se va…

¿Cuándo volverá?»

Manu Chao

Me baño con una rapidez, no sé para qué. No saldré, no veré a nadie. Me visto como si fuera a una boda. No es la mía, odio los compromisos. Odio las bodas tanto como el traje que me pongo. El pantalón que da calor, la camisa que da calor, el saco que da más calor aún. El calzado más feo de todos. No sé aún a dónde voy.

Encuentro las llaves de mi hogar. Muevo la manija para abrir la puerta de madera dramática. La reja negra ya estaba abierta, «¡Mierda, seguro la dejé abierta sin querer el día anterior cuando llegué ebrio» hablo en voz alta. Cierro la puerta bruscamente, no me importa que el vecino hijo de puta se despierte. Aquel desgraciado me debe unos riales. Salgo corriendo por las escaleras, son sólo dos pisos de diferencia hacia la realidad indecente de la calle.

Al fin llego y me comporto como todo un caballero. Paso la llave del portón que divide la sucia calle con mi sucio chiquero de apartamento. La señorita del piso 6 se aparece del otro lado del portón, se le olvidó la llave y no puede abrir por sí misma. La dejo pasar. Le tengo unas ganas tan decididas que simplemente me asomaría a su departamento y preguntarle si le puedo arrancar esos labios resecos por el frío. Pero no lo hago, sólo le abro el portón, intercambiamos unas sonrisas, un «¿Cómo estás?» que ninguno se responde por lo rápido de la escena. Sé a dónde va ella, a esconder sus penas en su cuarto, a llorar por el mismo gafo paviperro que tiene de novio. De seguro mantendrá la puerta cerrada de su madre pedante y chismosa, pero que está tan buena como su hija, la propia MILF. Sé a dónde va ella, pero aún sigo sin entender a dónde me llevan mis pies danzantes.

Cruzo la esquina y veo a un taxi pasar. Debe estar ocupado porque no vio mi brazo extendido para lograr su parada. Espero a que pase otro. Mientras lo espero me pregunto cómo sería ser taxista de experiencia. La profesión de taxista debe llevar un esfuerzo increíble. No sólo te conoces todas las calles de una simple y hasta detestable ciudad, sino todos los cuentos que debe esconder su oscuridad. Pienso en la forma en que los taxistas se deben aprovechar de aquellas ”damiselas” que no tienen cómo pagar una carrera, la forma y posiciones en que se debe coger en los asientos de atrás. Luego pienso a la joven del piso 6 encima mío en el asiento de un taxi. Definitivamente le tengo ganas.

Al fin se asoma otro taxi por la Avenida. Éste no viene ocupado. Hago el mismo esfuerzo de extender el brazo para lograr su atención, y a diferencia del otro, sí logro su parada. Abro la puerta con la misma rapidez con que cierro. Ni le pregunto cuánto cuesta la carrera, luego recuerdo que no sé para dónde voy. Estoy sentado en la parte de atrás. Cuántas veces habrá usado el taxista estos asientos de cueros sudorosos con su nalga desprovista de ropa. Casi vomito al pensarlo. El taxista se da cuenta, y me hace salir de su carro, como si fuera un borracho que se va a vomitar encima. Le explicaría el porqué de mis nauseas, pero creo que es mejor dejarlo hasta ahí. Vuelvo a quedarme de pie en la avenida, y vuelvo a esperar. Sigo sin saber a dónde me llevan mis pies.

Saco del bolsillo mi paquete de cigarros, me quedan solo dos Malboros rojos. Me doy cuenta que olvidé el yesquero en casa, justo frente al televisor de la sala. Me insulto a mí mismo. Tendré que pedirle fuego a alguien. Veo a una chica que justamente prende uno de sus cigarros. Le pido su yesquero. Me lo da con una sonrisa intimidante. Siento unas inevitables ganas de follarmela por el simple hecho de coincidir en nuestro mundo de nicotina y probables cáncer de pulmón.

Viene otro taxi, es un Malibu blanco tan dañado que la puerta de copiloto está desprovista de manija. Hago la señal de costumbre. Se para frente a mí. Mismo procedimiento: Abro, entro, cierro. «¿A dónde vamos?» me pregunta el taxista de manera indiferente. Ni me ve la cara, sólo presta atención a la calle. Su silueta es un poco confusa. Parece ser un viejo de unos 70 años con una boina negra, y con un bigote tan blanco como el poco cabello que le queda. «Al cementerio» respondí. Dentro de mí me pregunto si días antes habré recibido alguna llamada informando de la muerte de un familiar lejano, de esos que sólo ves en las reuniones de diciembre y que mas nunca se ven durante el año. No recuerdo ninguna de esas llamadas, ni de algún amigo o conocido que haya sido buscado por la suerte de la muerte.

El chófer me ve, cree que estoy loco, pero no se preocupa. Me empieza a sacar conversación. Me da el pésame, ya que me dirijo al cementerio. No sé a quién hay que darle el pésame, pero le agradezco las palabras. Sería muy descortés y confirmaría su deseo de etiquetarme de ”loco”. Cruzamos el centro de la ciudad colonial. Pasé muchas borracheras allí. Conté las esquinas en donde me follé a mi novia antes de que se fuera del país,a uno de esos países que hablan inglés y que sus habitantes son bastante extraños. Sabía que ella iba a encontrarse uno de esos caucásicos, típico de aquellos países, alto, blanco, ojos azules. Qué más da. Que se vaya a la mierda.

Seguimos por la autopista y casi chocamos con un Corolla del año. El del Corolla insulta al taxista. El taxista insulta al del Corolla «Maricón de mierda.»Es normal en mi ciudad encontrar insultos homofóbicos. Ya uno hasta se hace eco de esos insultos, y le parece normal. Seguimos de largo. El taxista prende la radio, está una bachata asquerosa. La deja en esa estación de radio con un nombre todo rebuscado, con un estribillo tan rebuscado como el nombre mismo. A parte de eso, el calor hijo e’ puta que hace al mediodía, y el aire acondicionado del taxi está, como de costumbre, dañado. Es, creo yo, un requisito indispensable para todo taxi tener el aire acondicionado echo mierda. Me quiero matar. Ya quiero llegar al destino. Ya quiero saber quién está inmerso en ese ataúd. A quién debo llorar.

Al fin veo el cementerio. Estoy -irónicamente- feliz por llegar al cementerio. No me tengo que calar esa bachata de mierda. El calor que genera mi traje es indescriptible. Siento el sudor de la espalda rozando con la camisa. Le pago al taxista. No recuerdo cuánto salió, pero recuerdo que lo insulté de la misma manera que él insultó al Corolla que casi choca, todo por lo caro del viaje: «Maricón de mierda.» Me metí en la entrada del Cementerio. No me acuerdo cuándo fue la última vez que entré a uno de esos antros de los muertos. Mi abuelo, el último que murió en mi familia saludable, falleció cuando mi madre tenía 15 años, y sólo he ido a visitarlo, a decirle a un cemento sin vida que me hubiera gustado conocerlo. En fin, paso, veo a lo lejos el único ataúd descubierto, pero no veo a nadie. Le pregunto al wachiman del cementerio por las personas de aquel muerto, por sus familiares que siempre están a un lado del ataúd de madera barnizada. Su cara de güevón es incomparable «Verga chamo, esa vaina ya terminó. En 5 minutos lo entierran.» Le doy las gracias. Camino hacia el ataúd. No me apuro, sólo estoy un poco interesado de quién será. Echaré un vistazo y me iré rápido. Si le tengo que llorar me estaré un rato más, pero nada de tertulias fantasmas. Al fin estoy al lado del ataúd. Me dispongo a ver, como todo chismoso, la ventanilla donde se encuentra la cara del muerto. No puede ser, es imposible. Me desplomo de la impresión, estoy delirando. Me mareo. Me agarro del ataúd y respiro -inhalo, exhalo-. De pronto, a mi alrededor, aparece como por arte de magia las persona vestidas de manera formal. Los mujeres con vestidos negros. Los hombres encorbatados con una camisa blanca y un saco negro, al igual que estoy vestido yo. Todos están llorando. Una señora desesperada gritando al muerto, a su hijo. Una mujer al lado de la señora desesperada con unos lentes oscuros que impiden ver su rostro desordenado por las lágrimas que deja la ausencia de alguien. No puede ser, es la señorita del piso 6. Veo sorpresivamente al viejo taxista con su boina abajo. Estoy presenciando mi propio funeral…

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